martes, 21 de julio de 2009

LA PRODUCCIÓN DE REALIDAD EN EL CINE DOCUMENTAL: UNA PERSPECTIVA ÉTICA



Por: Juan Carlos Arias
1. Planteamiento del problema El término “documental”, aplicado al audiovisual, parece volverse cada día más ambiguo. Hoy es posible encontrar tantas taxonomías y géneros dentro de lo que se llama cine documental como películas ‘documentales’ se producen. Desde las divisiones temáticas más simples (documental político, ecológico, científico) hasta las más complejas relacionadas con el grado de intervención y participación del autor (documental directo, reflexivo, etc.); con la perspectiva de saberes de la que se parte (documental antropológico, sociológico, etc.); pasando, incluso, por las siempre útiles clasificaciones históricas, el documental es hoy un terreno cuyos límites parecen diluirse. Una cosa, sin embargo, parece seguir siendo clara: el documental es lo otro con respecto a la ficción, al llamado cine argumental. Por lo menos este es el a-priori perceptivo que sigue funcionando entre los espectadores y que legitima una imagen como ‘documental’: se supone, de antemano, que las imágenes son verdaderas con respecto al mundo que les dio origen. El espectador prepara su mirada para acceder al mundo a través de la imagen, y no para sumergirse en una realidad fantástica que sólo encuentra su ser en la imagen misma. De esta manera, no solo la percepción sino el pensamiento sobre el cine documental, han tomado como referente su distancia —radical o diluida— respecto a la ficción. Desde esta perspectiva, la ficción, referida a la construcción de realidades, se mostraría como lo opuesto al cine documental, el cual se caracterizaría por asumir una realidad que ya está dada para dar cuenta de ella, para representarla. Ahora bien, esta distinción entre argumental y documental en términos de realidad representada —verdad— y ficción deformante —mentira— es, hoy más que nunca, difícil de sostener. Factores como la intervención del realizador, la variación del comportamiento de los personajes frente a la cámara, las recreaciones y puestas en escena hacen imposible desligar realidad y ficción. Más que sostener que el documental es lo otro de la ficción, me interesa mostrar que se trata de una ficción particular. De acuerdo con esto, el carácter de documento de la imagen no se refiere a una correspondencia directa con lo real. La imagen documental supone, al igual que el argumental, un cierto nivel de ficcionamiento de lo real. Mi interés radica en pensar que la realidad no es, como comúnmente se cree, el punto de partida de la imagen documental, sino su punto de llegada, su producto. Así, el documental dejaría de ser entendido como registro de lo real para comprenderse como productor activo de realidad. Propongo, entonces, que nos quedemos, en este sentido, con la “definición” aportada por Bill Nichols: “El documental: una ficción (en nada) semejante a cualquier otra” . La particularidad de este tipo de ficcionamiento de lo real que llamamos ‘documental’ puede comprenderse al abordar la noción de dispositivo como eje de la construcción y producción de lo real: la realidad se produce en y por un dispositivo particular. 2. Dispositivos Documentales La forma más adecuada de reconocer el dispositivo central de una película documental puede ser determinar primero cuál es la relación que se establece entre los realizadores y la realidad a filmar, es decir, cuál es la característica central del acercamiento entre la cámara y lo real. Para definir el concepto de dispositivo puede ser útil analizar un dispositivo particular en una película concreta: Crónica de un verano. En términos prácticos el punto de partida del film de Rouch y Morin es una pregunta realizada por ellos mismos a distintos personajes: ¿Qué es la felicidad? Esta pregunta determina de antemano el tipo de acercamiento de los realizadores a lo real, e inmediatamente determina también la relación del espectador con la realidad filmada. De entrada se percibe la presencia física de los realizadores interactuando directamente con los personajes del film. Quizá lo más interesante sea este tipo particular de interacción. El dispositivo puramente formal y metódico serían las conversaciones que los realizadores mantienen con los personajes a partir de esta pregunta. Sin embargo debe aceptarse de entrada que este acercamiento a lo cotidiano a través de la palabra no es de ningún modo (y tampoco quiere pasar por serlo) desprevenido. Las preguntas concretas de Rouch y Morin más que indagar por una realidad lo que hacen es producir realidad. Su palabra dirigida al “otro” siempre funciona como detonante dramático que crea una nueva realidad diferente tanto de lo real como tal, como de la idea subjetiva de los realizadores. El documental nace entonces como una realidad intermedia, en el medio del encuentro de los realizadores y el “otro”, no en la realidad a filmar ni en la idea previa con que el realizador se acerca a ella. En este sentido el principal dispositivo del film sería la provocación mediante la presencia física de los realizadores, es decir, mediante su interacción con el “otro” (que en algunos casos puede ser un colectivo). Esta producción de realidad no quiere decir que los realizadores “planeen” de antemano todos los acontecimientos del film. Su palabra y en últimas su presencia, sirven más como potenciadores de las fuerzas de lo real que en últimas son desconocidas también para ellos. En una de las secuencias por ejemplo, Rouch le pide al personaje africano que interprete el significado del tatuaje que una de las protagonistas tiene en su muñeca. El tatuaje no era un adorno estético como él pensaba, sino una marca del holocausto. Sobre aquella escena el mismo Rouch reconocería tiempo después: Aquello fue una provocación (...) estábamos almorzando ya fuera del Museo de Arte y empezamos a hablar de antisemitismo. Cuando hice la pregunta (sobre aquel tatuaje), el aislamiento y los supuestos culturales emergieron dramáticamente. Antes de ese momento la gente estaba jovial y riendo. De pronto los europeos empezaron a llorar y los africanos quedaron totalmente perplejos, pensaban que el tatuaje era un tipo de adorno. Quedamos todos profundamente afectados (...) Ahora bien, si éste es un momento ‘verdadero’ o un momento ‘armado’, ¿tiene alguna importancia? El realizador no se acerca a la realidad esperando que esta produzca por sí misma acontecimientos de crisis interesantes para la película. El realizador interviene directamente produciendo acontecimientos, no determinándolos. La realidad creada emerge con el mismo valor de verdad que la “realidad real”. Rouch pensaba que las preguntas a los personajes constituirían “estimulantes psicoanalíticos” que harían que la gente actuase en formas que de alguna manera fuesen más reales que una realidad no interferida. Esta es la verdadera definición del cinéma vérité; una estrategia que consistía en precipitar crisis en vez de esperar a que sucedieran. El cinéma vérité más que un estilo formal definido es un conjunto de dispositivos y decisiones que median el acercamiento-producción de la realidad. Lo mismo sucede con los personajes de la película. Cuando el dispositivo del film es la interacción, y aún más, la provocación, lo que se hace no es filmar personas, sino construir personajes. El documental no intenta dar cuenta de la persona real en todas sus dimensiones, sino que crea un personaje narrativo con una determinada función dramática. La secuencia de la proyección parecería dar cuenta de este mecanismo al enfrentar a la persona y al personaje. Los personajes hablan de ellos mismos como de un “otro” a quien acaban de conocer a través de la pantalla. Para el espectador no es necesario conocer todos los aspectos de una persona. Solo conocemos lo que Rouch y Morin seccionan de ella. Pero al mismo tiempo esta dimensión traída por los realizadores a través de sus preguntas nos devela toda una cotidianidad detrás de cada persona que cobra significado a través de sus propias respuestas. En la mayoría de los casos el personaje primero habla y después actúa. Primero conocemos su discurso y luego nos abrimos de él a su cotidianidad. Esta ya no es cualquier cotidianidad, sino que queda marcada directamente por las palabras del personaje. Podría decirse entonces que es una cotidianidad creada por los realizadores ya que a través de sus preguntas (y de las respuestas del personaje) han conducido nuestra lectura de lo real. El caso del hombre que trabaja en la ensambladora de vehículos es muy significativo al respecto. Después de escuchar sus respuestas sobre la felicidad, conocemos directamente su cotidianidad. Sin embargo la intervención de la cámara no se queda en la lectura que el espectador pueda hacer de esa realidad sino que la afecta directamente. El hombre insinúa que perderá su empleo a causa de su colaboración en la película. La cámara no solo nos muestra la realidad, y tampoco se limita a guiarnos en su lectura, sino que interviene directamente en ella la mayoría de las veces sin poder prever el resultado exacto de dicha intervención. La cámara, es decir, la intervención directa de los realizadores, nos crean a un personaje de principio a fin. Debemos preguntarnos ahora cómo puede definirse entonces lo que se ha llamado dispositivo documental. Hasta este momento es claro que este término no se refiere a estructuras formales fijas sobre las cuales se aborda un tema. No se trata de un molde que pueda aplicarse a los temas y personajes para darles forma en una narración coherente. No existe entonces el dispositivo propio del cine directo o el del documental reflexivo. Aunque puedan reconocerse características comunes que permitan hablar de estas categorías dentro del género documental, esto no se debe a la existencia de cánones de producción y realización. El dispositivo no existe antes del documental mismo que lo pone en práctica. Cada film funda sus propios dispositivos desde los cuales él mismo se hace posible. Además, es difícil reconocer la existencia de un solo dispositivo dentro de cada documental. Se trata más bien de una red de relaciones que establecen el método y la forma misma de la narración. El dispositivo no es una decisión consciente del realizador antes de abordar el tema de la película. Cada tema, al entrar en relación con la presencia de la cámara, exige su propio dispositivo y su propia red de conexiones. Por estas razones el dispositivo documental podría ser definido como una virtualidad producida por las relaciones entre la cámara y la realidad. No se trata de algo concreto que se agota en sus aplicaciones prácticas. El dispositivo se crea y se reconfigura constantemente en cada película y en cada situación particular dentro de un documental concreto. Podría concebirse como un sustrato virtual que se actualiza y se aplica a cada situación particular, pero que se reconfigura al entrar en contacto con estas. Desde este punto de vista el realizador no cumple la función del sujeto que determina y decide cada uno de los elementos que componen la película. Ningún documental, incluso los que pertenecen al género reflexivo , puede definirse únicamente como la expresión de los pensamientos o sentimientos de un autor particular. Todo documental surge como una realidad intermedia entre el mundo natural y los pensamientos e intenciones de un autor. Lo que el espectador observa no son las intenciones expresivas del realizador, ni tampoco el mundo natural en su existencia objetiva. Lo que el espectador contempla es la relación entre estos dos elementos; las diversas conexiones que fueron posibles entre ellos y los acontecimientos que de ellas se generaron. El papel del realizador no será entonces develar sus pensamientos o sentimientos usando al mundo natural como excusa o herramienta, ni intentar mostrar objetivamente la realidad que lo rodea. El realizador es una especie de provocador de la realidad. Su tarea es estimular, en diferentes niveles, la producción de acontecimientos. No me refiero a grandes acontecimientos o grados de intervención. La posición de la cámara y el encuadre ya funcionan como una provocación a lo real. El acontecimiento no se refiere a hechos grandilocuentes que den emoción a la narración. El verdadero acontecimiento es la producción de la realidad intermedia del documental. Así, el realizador provoca a la realidad para lograr producir otra realidad intermedia, la del documental. Un documental no se define entonces por las intenciones particulares de un sujeto. Cuando se produce una verdadera obra el sujeto y el objeto desaparecen para dar lugar a una red de relaciones, a la realidad de la película misma. ¿Quién es el realizador de Crónica de un verano? Jean Rouch. Pero quién es Jean Rouch, el personaje que observamos dentro de la película misma, o la persona que existe fuera de ella. El realizador no deja de ser un nombre, un elemento más dentro de la relación que da origen al documental. Sin lugar a dudas existen decisiones y elementos aportados por el realizador. Sin embargo, estos se generan de su relación con la realidad y responden directamente a ella. No son decisiones a-priori de un sujeto fundamental. El sujeto mismo que decide se configura sólo al entrar en relación con el mundo natural. 3. El problema ético en el documental La pregunta por el papel del realizador dentro del documental nos adentra en la discusión del problema ético y político del mismo. “La presencia (y ausencia) del realizador en la imagen, en el espacio fuera de la pantalla, en los pliegues acústicos de la voz dentro y fuera de campo, en los intertítulos y los gráficos constituye una ética, y una política, de importancia considerable para el espectador (...) La imagen no sólo ofrece pruebas en beneficio de una argumentación sino que ofrece testimonio de la política y ética de su creador” . El problema ético sigue teniendo su base en la relación con lo real. La cuestión es qué lugar ha ocupado el realizador con respecto al mundo histórico que se muestra en el documental, hasta dónde su intervención ha determinado la forma como este mundo se presenta, y hasta dónde se ha variado la realidad . Dentro de las modalidades de cine documental, dos crean diversos mecanismos para esconder la presencia del realizador (modalidad de observación y modalidad expositiva), mientras las dos restantes aceptan la presencia directa del realizador y buscan los mejores medios para develarla (modalidad interactiva y modalidad reflexiva). El primer problema ético que se plantea es entonces la presencia directa del realizador. La ausencia del director en una película responde a un esquema clásico de narración en el que se busca que la historia transcurra por sus propios medios y cree la ilusión de continuidad y unidad. Esto crea un problema en el cine documental, pues en él se sabe de antemano que <> ha sido quien estableció una relación con lo real y consiguió su registro. La presencia del realizador nunca se podrá eliminar. Puede eclipsarse mediante determinados mecanismos formales, pero sigue siendo requisito indispensable para la lectura del film. Cuando no se busca ocultar la presencia del realizador el problema que surge es hasta donde puede permitirse su aparición y su intervención en el mundo natural. El asunto es fijar los límites entre la intervención y la manipulación de la realidad. Las fronteras son muy difusas y nunca están fijas. Sin embargo el problema ético puede encaminarse si se parte de una decisión ontológica al definir el cine documental. Si se piensa que el documental es un registro verídico de los acontecimientos aportados por la realidad, el nivel de intervención tendrá que ser prácticamente nulo. El realizador se limitaría a recoger material tal y como sucede en la vida de los personajes. Jugaría el papel de un simple mediador que permite que las imágenes pasen de la realidad del mundo natural a la pantalla de cine para ser contempladas por el espectador. Sin embargo, esta noción del cine documental como registro objetivo ya ha sido descartada. Si aceptamos en cambio la definición del documental como creador de realidad, el problema de la intervención tomará una nueva dimensión. La presencia misma de la cámara representa un cierto grado de intervención y de producción de realidad. Lo que ocurre sin la cámara es incognoscible para un observador cualquiera. La realidad como tal es inaprensible para el cine documental, no por una limitación fundamental de este, sino porque, como tal, la realidad no es sino una construcción permanente y no un estado de cosas al que se pueda acceder de alguna manera. Lo que se registra en el documental es la relación de la cámara con el mundo, y esto ya implica una intervención. No existe el problema de la manipulación de la realidad, sino el de la manipulación de la mirada del espectador. Lo anterior no implica que el problema ético desaparezca y se legitime cualquier tipo de intervención en nombre de la construcción de realidad. Cada documental fija sus propios límites. Cada mundo natural admite cierto grado de intervención y cambia de determinada manera con la presencia de la cámara. La obligación ética del documental será develar, a través de diversos mecanismos, la manera como se da esta intervención y cómo el mundo se adapta a ella. La realidad del documental no puede pretender pasar por la realidad del mundo natural. Existe además un cuestionamiento primordial relacionado con la imagen que el documental da de los personajes, y la imagen que estos tienen de sí mismos. Jean Rouch optaba siempre por mostrar lo filmado a los filmados, para que ellos pudieran corregir malas interpretaciones, depurar errores, mostrar su acuerdo o desacuerdo con la imagen que de ellos transmitía la película. Este mecanismo no buscaba conseguir una perfecta correspondencia entre lo filmado y la realidad, sino alcanzar un punto medio en el que la realidad ofrecida por la película no rompiera todos los lazos con la realidad del mundo histórico. Esto plantea un verdadero problema pues el mundo histórico como tal es inaprensible y en esa medida es imposible comparar la realidad del documental con la realidad real. La comparación se dará entre la visión del realizador y la visión que los personajes tienen sobre sí mismos. Se trata de un choque entre dos perspectivas. El hecho de que en la última sujeto y objeto ocupen el mismo lugar no le da más validez o carácter de verdad. Sin embargo hay limites que deben respetarse. No pueden afirmarse cosas acerca del mundo que no existen en él. El único criterio confiable al que puede apelarse es a la existencia del mundo histórico. Sin embargo, las valoraciones que de este puedan hacerse dependen tanto del documental como de los mismos personajes al observarse a sí mismos. Los documentales de Leni Riefenstahl son el modelo paradigmático de esta situación. La imagen que presentan estas películas es una clara valoración sobre el mundo de la Alemania de mediados del siglo XX. ¿Cabe preguntarse si esta imagen corresponde con el mundo histórico o con la visión que los mismos alemanes se han formado de sí mismos? El documental no tiene valor como documento ideológico, sino como obra artística. Si bien no todos los documentales llevan hasta estos límites el problema ético y valorativo, todos deben evaluar la relación que establecen con lo real. No sólo debe pensarse si la imagen que se proyecta es adecuada a los personajes reales que le dieron origen, sino cómo el documental mismo afecta la percepción que estos personajes tienen de sí mismos. No se trata solamente de que se cree una imagen de los personajes en la realidad documental, sino que esta realidad influye en el mundo de los personajes y puede alterar su propia percepción. Indudablemente el documental debe ser responsable en la imagen de mundo que crea. Su relación particular con el mundo histórico se lo exige. Sin embargo esto no debe convertirse en una fuente de legitimación para imponer restricciones formales o expresivas al cine documental. Debe hallarse en la relación particular con el mundo natural las potencias de la producción documental más que sus limitaciones y falencias.

lunes, 20 de julio de 2009

SOBRE LO QUE PUEDE LLEGAR A SER EL CINE Y AÚN NO ES EL HOMBRE


Por:Juan David Cárdenas
Aunque es usual asociar el componente experimental de la ciencia moderna con el éxito histórico que significó su establecimiento como modelo del pensamiento desde el siglo XVII, hay aún aspectos de este componente que permanecen en la oscuridad. Se mantiene todavía en la penumbra un conjunto de rasgos de la ciencia experimental y, más precisamente, del experimento científico, que servirían para hacer aún mayor claridad sobre la contundencia con la que se impuso esta manera de pensar desde la modernidad temprana hasta nuestros días. Acá nos concentraremos en el elemento lúdico indisociable de la práctica experimental, lo que nos arrojará luces sobre las posibilidades técnicas y, sobretodo, estéticas del cine. En su artículo “El experimento como espectáculo”, Robien E. Rider nos ofrece un abordaje inusual pero refrescante al asunto del experimento científico en la naciente ciencia moderna. Señala que aunque evidentemente la ciencia experimental cimenta sus raíces sobre la necesidad de superar la magia natural propia de la práctica pre-científica del renacimiento, hay más hilos comunicantes entre ambas de lo que al científico moderno le gustaría aceptar. El mago renacentista y el científico experimental moderno no son tan antagónicos, por lo menos en lo que respecta a su relación con el experimento. Ambos acuden a las fuerzas de la naturaleza en busca de novedosos efectos. Tanto el mago como el científico reconocen los poderes ocultos de la naturaleza con el fin de apropiárselos siempre con miras a producir efectos prodigiosos y visiones inusuales. Es decir, los dos tienen el poder de conducir a la naturaleza para que nos muestre la magia que se esconde bajo sus fenómenos más evidentes. De allí el poder lúdico y hasta pedagógico del experimento. Hay una magia, un poder seductor, del experimento como aquel mecanismo por el que la naturaleza nos muestra lo que habitualmente oculta. Bien sea bajo la concepción causal de una naturaleza que procede por las leyes que sólo el científico conoce, o de acuerdo con el imaginario de una naturaleza oscura que revela sus secretos al mago que asombra por procedimientos que rayan en el milagro, tanto uno como otro tiene el poder de transformar a la naturaleza en lo que ella usualmente no es, y esto, gracias a las fuerzas mismas que habitan en el mundo. El científico y el mago ven aquello que aunque está allí, es invisible a nuestra mirada inexperta. En el experimento, a la vez que en la magia, la actividad de la naturaleza hace visible las fuerzas extraordinarias que usualmente pasan desapercibidas para el ojo. Y es justo en esta zona gris, entre la ciencia y la magia, entre la técnica y el arte, que el cine asienta su poder. Recordemos cuanto debe el cine en sus orígenes a la búsqueda científica de una síntesis del movimiento. Primero, claro, soportado todo en el ingenioso invento de Daguerre que permitía captar imágenes del mundo por medio del efecto de la luz sobre una placa fotosensible: la fotografía. Y, añadido a esto, los intentos por ofrecer una descomposición lo suficientemente rigurosa del movimiento como para dar con una síntesis científica de su dinámica. Muybridge, Marey, Eastman, todos ellos empeñados en un mismo sentido, a saber, construir un dispositivo técnico lo suficientemente ingenioso como para ofrecernos la perfecta fragmentación del movimiento en unidades uniformes. Al igual que en los ejercicios mentales que hace el físico al descomponer el movimiento, estos investigadores apuntan a la fragmentación real, ya no mental, del movimiento de los cuerpos. Es decir, no buscaban otra cosa que la descomposición real del movimiento que la física moderna ya había logrado sobre el papel. El cine como soporte técnico consumaría el análisis del movimiento cuyos antecedentes más eminentes serían son con seguridad Descartes, Galileo y Newton. En una clara conciencia de esta deuda que el cine tiene con la ciencia, Andrè Bazin, en su “Ontología de la imagen fotográfica”, parte de la naturaleza técnica del cine y la fotografía para establecer su campo de eficacia como artes. El cine, como dispositivo puramente mecánico –fotoquímico- de obtención de las imágenes, encontraría en esta condición técnica el material para alcanzar las posibilidades de su más alto destino estético. La fotografía y el cine gozan –dice Bazin- de la ausencia de intervención subjetiva en la obtención de sus imágenes. Quien toma la imagen es la cámara, el dispositivo técnico, y sólo en segunda instancia interviene la subjetividad de un agente espiritual. El cine es un mecanismo automático de obtención de imágenes del mundo caracterizado por un riguroso automatismo mecánico. El cine es el primer arte de las imágenes que se funda sobre la ausencia del hombre, esto es, sobre el automatismo mecánico de un dispositivo no-humano de producción de imágenes. Por primera vez –dice Bazin- entre el mundo y las imágenes que buscan representarlo, no se interpone un hombre, sino un objeto, una máquina, la cámara. Las imágenes fotográficas y cinematográficas se nos ofrecen como objetos del mundo, a diferencia de una pintura que de inmediato revela la mediación subjetiva de un hombre. De allí que una foto o una secuencia audiovisual puedan tener carácter probatorio en un juicio, pues su contenido pertenece al mundo. Este tipo de imágenes y los objetos se ubican, entonces, al mismo nivel de acuerdo con la naturaleza técnica del dispositivo que las sustenta. Pero, en un giro maravilloso, Bazin produce un salto del pensamiento. Eleva al cine por encima de su anecdótico carácter documental para hacer visible algo infinitamente más potente en él. “Sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor”. La consecuencia inmediata de la búsqueda científica produce el soporte documental más preciso, pero, por ese mismo carácter documental, tal soporte ofrece proyectarse más allá del craso realismo psicológico que se satisface con la reduplicación del mundo en las imágenes al abrir un nuevo espacio de contemplación de lo que nuestra mirada ordinaria pasa por alto por familiaridad o por desatención. El cine tiene el poder de regresarnos al mundo, pero ya no en la actitud combativa e instrumental de la vida ordinaria, sino que, por la espontaneidad de su mecanismo, tiene el poder de liberar a la imagen de la intencionalidad con que nuestro espíritu aborda la realidad. El cine, en su espontaneidad mecánica puede captar y a la vez hacernos visible lo que nuestro ojo desatento suele dejar pasar. Pero no se trata de que alcance un mayor nivel de verdad sobre lo real. No somos lo suficientemente avaros como para que nos preocupe la verdad. Hace rato superamos ese embeleco adolescente por lo verdadero. Más bien, el cine nos hace posible una visión del mundo más potente, más atenta y por tanto enriquecida, es decir, tanto más dispuesta para nuestro amor. En el cine, así como en un experimento, las leyes mecánicas del dispositivo hacen lo suyo, pero a la vez, como en la magia o en la alquimia, permiten la aparición de la maravilla al interior de la naturaleza misma. En todos ellos un cierto dispositivo tiene el poder de expresar la magia que en el mundo habita. Vale la pena tener en cuenta en este punto a Vertov. El entusiasmo de este cineasta por el novedoso dispositivo que significaba el cine no se deja reducir al simple entusiasmo del adepto al futurismo que se embeleza con la tecnología de punta. Para Vertov el mecanismo automático de la cámara tiene el poder de explicar el mundo visible que el ojo desnudo del hombre no puede ver. Parece que el lente sirve de ojo sobrehumano del hombre, o mejor, la cinematografía sería el medio por le cual el hombre podría remontarse por encima de sí hasta alcanzar su sobrehumanidad a través de la mirada. La cámara puede captar y a la vez hacer visible para el hombre la vida entera del mundo, la vida que palpita en los hombres y sus acciones, pero que también despunta en la arquitectura, en las calles y hasta en los más inhóspitos paisajes. El cine, como el microscopio que revela la vida minúscula que nuestro ojo ignora, nos puede hacer visible la intensidad vital que habita en el mundo y que nuestro espíritu ordinario, habituado a servirse meramente de las cosas, está impedido a captar en su actitud siempre pueril. El cine puede, para Vertov, materializar en imágenes la perpetua interacción de las cosas que no se detiene ni en la más apacible quietud. Las máquinas rebosan de vida tanto como el asfalto de las calles o como el miserable que recibe el golpe del sol que lo despierta. Sólo el cine, por la impasibilidad de su lente, por su naturaleza técnica, logra esto. La materia, la carne, la piedra, todas ellas viven ante el lente, posan para él como incesante movimiento que el ojo humano acalla con su vulgar comportamiento desatento. De allí el deseo de Vertov de subir la cámara al automóvil, sobre el caballo, al punto último del edificio más alto, pero a la vez de arrastrarla sobre el piso, de ubicarla por doquier, al derecho y al revés. Pero estos procedimientos no son trucos o falseamientos espectaculares, por el contrario, en ellos el cine expresa sus posibilidades, estas son, las de hacer visible lo que usualmente estamos impedidos para captar en las cosas mismas. El cine tiene el poder de documentar lo que el ojo es incapaz de ver y el espíritu de imaginar. Tras la inercia que captan el ojo y el espíritu, la cámara encuentra la luz de una vida, orgánica o inorgánica, que es la vida misma del universo. Resulta entonces extraño el obstinado deseo de ciertos cineastas de las primeras décadas del siglo pasado que apunta a lograr el ballet mecánico en el cine. Su obsesión por el cine como arte del movimiento los conduce a buscar la forma de obtener el más perfecto ballet: el de la máquina a través de la máquina, el ballet mecánico. De lo que se trata el cine para ellos –pensemos en Epstein, Dullac, L´Herbier, Gance- no es de otra cosa que de intensificar el movimiento mecánico de los cuerpos para expresar la musicalidad de la danza que entre ellos resuena. El cine sería el arte del bailarín, de los cuerpos que danzan y de las máquinas coreográficas. Pero, su búsqueda derivó en un arte abstracto, como les reprocharía Artaud. Su búsqueda del movimiento como danza, de un mundo del baile, los condujo a la abstracción geométrica de figuras que se encadenan en movimientos sofisticados en una epilepsia visual de las figuras, incapaz de afectar al espíritu. La búsqueda del movimiento puramente visual terminó por aniquilar al cine en una inocua musicalidad indeterminada de la materia. Ellos no supieron que el cine desde sus orígenes ya lo era, que era de antemano ese gran ballet mecánico al que apuntaban. Su purismo plástico y geométrico los cegó. El ballet estaba ante ellos, pero no lo supieron apreciar. La mecánica de los movimientos estaba ya ganada, de antemano, por la técnica cinematográfica. Hay allí, desde la primera toma de la historia, el potencial de un intenso automatismo vital y espiritual. Cuando el tren llega a la estación en la famosa imagen cinematográfica de los Lumiere ya se ha realizado el ballet que estos autores buscaban pero que no habían sido aptos para ver. Y lo mejor, esta ganancia significaba a la vez la conversión del mundo mismo en ese maravilloso escenario de danzas y festines móviles. Las calles, los hombres y animales, las plantas y hasta los minerales, todos hechos danzarines a través del lente. Pensemos en Ruttman: Berlín, sinfonía de una gran ciudad. En esta medida, el cine es arte cinético, de los excesos de movimiento de los que es capaz la vida hasta en el más estático de sus episodios -como por ejemplo lo logra magistralmente Ozu-. Arte que por su mecánica espontaneidad puede presentarnos las cosas mismas del mundo en su crasa y física presencia, pero que a la vez nos las ofrece como un maravilloso ballet de vida y movimiento. El ballet de los cuerpos que actúan entre ellos y de los espíritus que viven y sufren tales coreografías. En este sentido, escribir un guión es más coreografiar los cuerpos y las almas que propiamente contar historias. O mejor, toda historia es un ritmo. Así como para el pitagorismo todo es música, para el ojo del lente todo puede llegar a ser incansable y excesivo baile. El cine es un pitagorismo de la técnica. Y no por falseamiento, sino por lo contrario, por la pura austeridad de la contemplación. En lo que se esconde por austeridad late lo que finalmente aparece. Todo ocultar es un mostrar. O como decía Dreyer: lo importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden. Por el distanciamiento mismo que significa la puesta en obra de lo que en la vida cotidiana se ofrece a la mirada, el mundo puede aparecer, sin añadiduras, en la imagen fotográfica, pleno de vitalidad y baile. Sin añadidos ni tratamientos. Así que el problema no es el del respeto al modelo de la naturaleza, sino más bien el de su enriquecimiento. Así, el cine no imita al mundo, por el contrario, lo enriquece, lo lleva hasta su exceso. Dispositivo técnico que aunque nos ofrece el mundo en su pálida operatividad física, puede ofrecernos aún más sin añadir nada. Y por esto mismo, por su inapelable apego al mundo a través de la imagen, el cine puede ser definitivamente un anti-idealismo. Mientras la pintura de un presidente lo idealiza por sublimación, su registro fotográfico lo humaniza al mostrarnos las imperfecciones de su piel y las torpezas de su habla. Paradójicamente, el cine tiene el poder de enriquecer por desidealización. Al profanar embellece. El cine es, desde su base técnica, anti-épico, prosaico. Para él el mundo es, en su modestia, suficiente. Para la imagen cinematográfica devenida arte no se necesita nada exterior para justificar su belleza. Mientras la religión y la filosofía no cesan de buscar el suplemento que explique este mar de suplicios, el cine tiene la facultad de profanar esta actitud. Es técnicamente el soporte de la profanación, del más alto ateísmo, el que cree en este mundo y se aferra como el único posible y, peor aún, como el único deseable. El cine lo posee todo para fundar sobre sí una estética de la crueldad. A la indigestión que el teólogo y el racionalista sienten con el mundo que se les ofrece a los sentidos, el cine responde con una refinada y silenciosa rítmica de las imágenes, los cuerpos y las almas que el lente en su automatismo capta para que aquel que quiera dejarse invitar a este viaje por encima de su propia humanidad sensible. En esto consiste la última potencia de su carácter documental, incluso en la ficción. Ahora bien, aunque el cine tenga estas facultades no quiere decir que las utilice. Así como Heidegger anuncia que la capacidad del hombre de pensar no indica que aún haya pensado, podemos decir que lo mismo ocurre con el cine. Aunque en él estén las potencias que permiten elevar al mundo, sin añadiduras arbitrarias, al mágico nivel de la coreografía circense, esto no quiere decir que aún entendamos de qué se trata esto. El que podamos ver no quiere decir que alguna vez lo hayamos hecho en sentido propio o que tan siquiera entendamos de qué se trata.