sábado, 30 de julio de 2011

De ida y vuelta: entre la imagen y el pensamiento.

Por: Juan David Cárdenas.
A propósito de su interés por el cine, materializado en dos volúmenes de los Estudios sobre cine, Gilles Deleuze advierte que nunca dejó de actuar en calidad de filósofo. Él nunca escribió tales textos con la intención de hacer crítica o teoría cinematográfica en sentido estricto, aunque haya quienes los puedan leer en esa clave, sino que más bien se mantuvo siempre dentro de las márgenes de la filosofía en cuanto nunca se rehusó a utilizar la herramienta distintiva de esta disciplina, a saber, el concepto. Extraño maridaje entonces. Si permanecemos anclados aún al terreno de la filosofía parece que el cine no es más que un motivo anecdótico y accidental y por tanto, finalmente, intercambiable. Usualmente, la filosofía llega a imponerse sobre la imagen por el poder del concepto como aquello que devela la verdad más profunda que se oculta tras lo que se ofrece a la mirada. La primacía del filósofo sobre el artista en Platón, la proximidad de la tragedia a la filosofía como garante de su dignidad en Aristóteles o la subordinación del arte con relación a la teología y a la filosofía en Hegel, son claras muestras de esta tradición que ha ubicado al concepto por encima de la imagen. Pero a lo ojos del autor de La lógica del sentido esto no es nada evidente. El cine también tiene mucho que decirle a la filosofía. Así como la filosofía puede englobar a la imagen por el concepto, la imagen, a su vez, puede enseñarle al filósofo algo sobre el pensamiento. En esta tensión cine-filosofía esta última tiene mucho que aprender. El cine tiene el poder de interpelar al pensamiento al ofrecerle una imagen de su propia actividad. La imagen en el cine tiene la potencia de expresar la operatividad de base del pensamiento.
A Deleuze le atraen ciertas alternativas plásticas, literarias y cinematográficas, porque ellas han materializado una revolución de sus formas. Han revolucionado el espacio pictórico, o el ambiente sonoro en la música, o la unidad semántica del lenguaje en la literatura. Y en el campo del cine algo similar ocurre. El cine moderno ha violentado la percepción desarticulando la unidad orgánica del espacio y del tiempo de la narración clásica. Con estas revoluciones, cada una en su propio campo, la percepción y los afectos se enrarecen para hacernos saber que aún no entendemos las posibilidades del sentir. Así mismo, el cine tiene el poder de disparar mecanismos de pensamiento que pondrían en evidencia que aún no sabemos lo que puede entrañar la actividad pensante. Por eso, el cine tiene el poder de ofrecerle a la filosofía una imagen de sus propios mecanismos y con ello, en la revolución de sus propias formas cinematográficas, enseñarle al filósofo posibilidades del pensamiento insospechadas. Deleuze lo formula así: “la imagen se convierte en pensamiento, es capaz de expresar los mecanismos del pensamiento, al mismo tiempo que la cámara asume diversas funciones que actúan como verdaderas funciones proposicionales” (2006: 87). El cine no es crasa imagen en movimiento sin más, él posee una gramática y una narrativa propias en las que las imágenes se encadenan según principios de inferencia y progresión lógica que hacen del film algo inteligible e incluso, como afirma Deleuze, algo legible. Pero no basta con señalar que el cine como arte alcanza el estatuto, en cierto sentido, de lenguaje; no basta con encontrar que el encadenamiento entre sus elementos no es azaroso y que consta de una lógica propia. El cine no sólo piensa en este sentido, él, parece que mejor que ninguna otra expresión artística, está en condición de ofrecerle al pensamiento, y particularmente a la filosofía, una Imagen del pensamiento mismo. En el cine el film tiene el poder de ofrecerle al pensamiento una Imagen de su propia actividad.

La relación entre el cine y la filosofía es la relación entre la imagen y el concepto. Pero el concepto encierra en sí mismo una cierta relación con la imagen, y la imagen comporta una referencia al concepto: por ejemplo, el cine ha intentado siempre construir una imagen del pensamiento, de los mecanismos del pensamiento. Y no por ello es abstracto, sino todo lo contrario (Deleuze 2006: 107-108).

La imagen y el concepto se refieren el uno al otro en un movimiento simétrico en la medida que el concepto puede referirse a la imagen para hacer patente su valor estético, y a la vez, la imagen tiene la capacidad de hacer visible para el pensamiento el juego dinámico de las relaciones que lo constituyen, esto es, la imagen puede hacerle saber al pensamiento su estructuración como pensamiento. Por ejemplo, el cine de Sergei Eisenstein asocia las imágenes según una trama relacional que traza circuitos por oposición de contrarios que, en su movilidad, ponen en evidencia el sentido del choque para el pensamiento dialéctico. En el encuadre como choque de contrarios –Luz/oscuridad, tierra/agua, rico/pobre, etc…- y en el montaje como yuxtaposición de planos chocantes, el film hace visible la dinámica misma del mundo como organismo dialéctico.
Pero no se trata de una simple metáfora. El esfuerzo deleuziano no consiste en usar las artes plásticas, la literatura o el cine como metáforas de lo que se propone la filosofía. El recurso a estas disciplinas es literal. Ellas hacen con sus medios lo que puede hacer la filosofía con los propios, de tal modo que cada cual revoluciona la sensibilidad o el pensamiento a su modo estimulando sin querer revoluciones en ámbitos insospechados. Claro, entre las distintas disciplinas resuenan sus transformaciones, pero nunca se trata de traducir un modelo del pensamiento que se aplicaría a las formas del arte y a la filosofía en general, ni mucho menos de ver en el uso de las artes un recurso pedagógico para ilustrar por analogía el por venir de la filosofía. A propósito de sus textos sobre cine alguien le preguntó a Deleuze sobre el poder metafórico del cine sobre la filosofía. El autor de Diferencia y repetición respondió de la siguiente manera:

No hay modelos propios de una disciplina o saber. Lo que a mí me interesa son las resonancias, aunque cada dominio tenga sus ritmos, sus historias, sus evoluciones y mutaciones extemporáneas. Puede que una de las artes tenga una primacía y ponga en marcha una mutación que luego será reproducida por otra, pero cada una con sus propios medios (…) Hay resonancias entre los acontecimientos decisivos de ambas historias, aunque no se asemejen en lo más mínimo (Deleuze 2006: 107) .

Así, las artes más que reproducir o modelar el destino de la filosofía, lo que hacen es más bien presionarla, actuar sobre ella como quien impulsa a alguien a que se lance a la piscina. Las artes actúan sobre la filosofía así como ésta puede actuar en sentido inverso sobre ellas. No hay metáfora en este sentido, sino más bien permanente juego de acciones y reacciones. La imagen cinematográfica no metaforiza al concepto, sino que lo presiona, lo estimula. No se trata de ver cómo se imitan mutuamente, sino, por el contrario, cómo se afectan, como actúan en una relación recíproca que no deja a ninguno de los dos igual a lo que era. Entonces, no se trata de buscar el modelo artístico que seguirá la filosofía, ni mucho menos la metáfora plástica del futuro del concepto. Más bien, en la diversidad de figuras que usa Deleuze se trata de ver cómo la imagen cinematográfica y el concepto filosófico chocan, se abrazan y estremecen mutuamente para afectarse incitando sus múltiples devenires.
Entonces, Deleuze no afirma la reductibilidad del cine a la filosofía, ni del concepto a la imagen cinematográfica. Al contrario, su formulación parte del respeto por su mutua especificidad. Pero justamente en esta irreductibilidad la tensión entre ambos campos pone en evidencia algo que en su separación tiende al ocultamiento, esto es, la relación positiva entre la imagen y el pensamiento. O dicho en otros términos, así como la cinematografía clásica asumió como su forma natural de la imagen en la narración lógica, causal y total, la filosofía se adjudicó como su presupuesto de base una cierta Imagen de lo que significa pensar.
Desde sus primeras obras, Deleuze no deja de llamar la atención sobre esto: la tradición filosófica siempre ha presupuesto con convicción una idea de lo que se trata eso de pensar. Desde su texto sobre Proust, Deleuze rastrea la Imagen del pensamiento presupuesta por la tradición filosófica. Previamente al acto de pensar, el filósofo ya ha decidido en qué consiste esta actividad. De antemano la decisión fundamental ya ha sido tomada. “¿Qué filósofo no aspiraría a construir una imagen del pensamiento que ya no dependiese de una buena voluntad del pensador y de una decisión premeditada?” (Deleuze 1972: 183). Por ejemplo: en la medida que Platón contempla las Ideas supone de antemano qué es pensar y cuál es su contenido. En el acto meditativo de Descartes la filosofía resuelve con anterioridad al pensamiento de lo que se trata su ejercicio. En síntesis, tal como se lo ha entendido tradicionalmente, al pensamiento en su actividad le antecede una decisión fundamental en la que se juega a priori lo que significa pensar. Y el cine, dice Deleuze, tiene el poder de hacer manifiesta esta Imagen del pensamiento presupuesta por la filosofía. Pero asimismo, el cine moderno se esfuerza por desarticular tal presuposición. Formulado en pocas palabras: en la tensión entre el cine clásico y el moderno se juega la reiteración de una Imagen orgánica presupuesta en el pensamiento, o su rechazo a través de su desarticulación en la inorganicidad.
Usualmente se entiende al pensamiento como una actividad natural que no requiere de más presuposiciones que la espontánea facultad del raciocinio. De acuerdo con esto, el pensamiento se soporta en el suelo sólido que le otorgan las propias leyes de su dinámica racional. Habría así una candidez natural del pensamiento: “El filósofo presupone de buena gana que el espíritu como tal espíritu, que el pensador como tal pensador, quiere lo verdadero, ama y desea lo verdadero, busca naturalmente lo verdadero. Se otorga a priori una buena voluntad del pensar; basa toda su búsqueda en una ‹decisión predeterminada›” (Deleuze 1972:177). Sin embargo, si nos instalamos un paso atrás de estos presupuestos, si nos aproximamos con el olfato de aquel que inspecciona incluso en lo invisible, veremos otra cosa. No hay tal naturalidad del pensamiento, ni mucho menos una relación inmediata entre el concepto y la razón. No hay una estructura natural del pensamiento, ni una dinámica espontánea de la filosofía en el concepto. Aunque invisible en primera instancia, un concepto habita en un espacio conceptual que lo acoge y le otorga potencia intelectiva. Una idea, un concepto, una noción, alcanzan su poder intelectivo siempre en el entramado singular del plano del pensamiento que los acoge e imprime su dignidad. Es decir, no hay pensamiento por fuera del campo problemático en que pensar de tal o cual modo se llena de sentido. Sólo así, en su mundo concreto de determinaciones teóricas, en el plano de pensamiento que lo alberga como en su hogar, el concepto, para el caso específico de la filosofía, alcanza su potencia explicativa. Pensar es siempre circunstancial. No hay ninguna forma a priori e indeterminada que lo fundamente. “Los conceptos van pavimentando, ocupando, poblando el plano, palmo a palmo, mientras que el plano en sí mismo es el medio indivisible en el que los conceptos se reparten sin romper su integridad” (Deleuze & Guattari 2005: 40). El pensamiento vive siempre en el ámbito que le es propio, habita un espacio conceptual a la luz del cual encuentra su sentido. Espacio en el que los conceptos se llenan de verdad, en el que iluminan con su poder intelectivo y por fuera del cual pierden toda la fuerza de su acción. En su obra más tardía Deleuze y Guattari lo plantean así: “Un concepto siempre tiene la verdad que le corresponde en función de las condiciones de su creación” (Deleuze & Guattari 2005: 32). Condiciones que corresponden al espacio problemático en el que se le pide al concepto que actúe. Espacio que delinea el marco de acción de ciertos conceptos e invisibiliza a su vez ciertos otros. Sólo allí, en su plano, como en su hogar, los problemas y los conceptos se sienten a sus anchas. Por esto los filósofos nunca discuten, afirman Deleuze y Guattari, ellos sólo traducen los conceptos ajenos al apropiárselos arrastrándolos hacia su propio plano de pensamiento.
Cuando un filósofo critica a otro, es a partir de unos problemas y sobre un plano que no eran los del otro, y que hacen que se fundan los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas. Nunca se está en el mismo plano. Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que lo transforman cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo (Deleuze & Guattari 2005: 32) .

Este espacio en el que los conceptos alcanzan su estatuto no es otro que la Imagen del pensamiento que los alberga, los condiciona y posibilita. Todo pensamiento trae consigo, como quien habla una lengua carga con su idioma, la Imagen en la que se resuelve lo que, para cada caso, significa pensar.

Inmanencia, Imagen y concepto.

Entendida así, para el caso particular de la filosofia, la Imagen del pensamiento no se identifica con los conceptos ni con ninguna forma del pensamiento particular, ella los precede de derecho en cuanto los alberga. No obstante esta relación de hospedaje, la Imagen del pensamiento no viene de afuera, no cae del cielo, por el contrario, coexiste con lo que en ella se produce, siempre en simultáneo. Crear conceptos es posible porque ya lo es la creación de planos del pensamiento. Se crean conceptos en el lugar donde un plano del pensamiento ha sido creado para recubrirlos, relacionarlos y hasta enemistarlos. En breve, entre la Imagen y los conceptos se establece una relación de inmanencia. Una metáfora marítima lo expondría de esta manera: “Los conceptos son como olas múltiples que suben y bajan, pero el plano de inmanencia es la ola única que los enrolla y desenrolla” (Deleuze & Guattari 2005: 39). En esta relación de inmanencia la Imagen del pensamiento sirve de condición para que los conceptos existan con propiedad y, sin embargo, ella no los preexiste. La una se construye con los otros. No hay una razón trascendental, no hay un logos primigenio que desde su condición originaria determine los alcances de esta Imagen; más bien, ella se constituye y se reafirma debido a que los conceptos como creaciones la pueblan y recorren. “No hay que concluir ciertamente que los conceptos resultan del plano (…) los conceptos deben ser creados igual que hay que establecer el plano” (Deleuze & Guattari 2005: 44) . Los conceptos recorren la Imagen como las gotas se agitan en la tempestad. Y así, la tempestad desaparece cuando las gotas se rehúsan a continuar. Aunque la Imagen del pensamiento es condición de existencia de los conceptos, ella no los preexiste, sino que más bien despunta al albergar a estos como el medio que ellos mismos erigen como su morada. De este modo, esta Imagen funciona como suelo inmanente para que los conceptos no sean disparates, para que no se pierdan en el amplio universo del lenguaje. La Imagen del pensamiento opera como un mapa de navegación en el que el pensar se orienta para encontrar sus mares y sus tierras. Sin embargo, su caracterización no es sencilla; no se debe caer en confusiones:

El plano de inmanencia no es un concepto pensado ni pensable, sino la imagen del pensamiento, la imagen que se da a sí mismo lo que significa pensar, hacer uso del pensamiento, orientarse en el pensamiento (…) No es un método, pues todo método tiene que ver eventualmente con los conceptos y supone una imagen semejante. Tampoco es un estado de conocimiento sobre el cerebro y su funcionamiento, puesto que en este caso el pensamiento no se refiere a la lente cerebro como al estado de cosas científicamente determinable en que el pensamiento simplemente se efectúa, cualquiera que sea su orientación. Tampoco es la opinión que uno suele formarse del pensamiento, de sus formas, de sus objetivos y sus medios en tal o cual momento. La imagen del pensamiento implica un reparto severo del hecho y del derecho: lo que pertenece al pensamiento como tal debe ser separado de los accidentes que remiten al cerebro, o a las opiniones históricas (Deleuze & Guattari 2005: 41).

Aunque el método supone una Imagen del pensamiento no se identifica con ella, no alcanza su amplitud, no abarca dentro de sí, en tanto método, la formulación de los sujetos y objetos del pensamiento, no determina con suficiencia lo verdadero y lo falso, no alcanza a definir dónde hay sentido y dónde no. El método, la dialéctica, la reducción eidética, entre otros, probablemente no es más que un aspecto entre los tantos de los que se articulan en esta Imagen en su amplitud. Tampoco es correcto identificar la Imagen del pensamiento con los estudios científicos del cerebro o con las teorías sobre la cognición que suelen acompañarlos. La solidez del pensamiento, su validez formal y suficiencia conceptual no están determinadas por la composición neurológica del cerebro. La fisiología es accidental, jamás a priori. Sólo en el contexto de una imagen concreta del pensamiento llega a tener cabida el estudio del cerebro como análisis del pensamiento. Asimismo, es insuficiente la explicación histórica de la imagen del pensamiento en tanto representación cultural de los contenidos y fines de la actividad pensante. La imagen del pensamiento, aunque histórica, se explica como forma. Es necesario atender más a la forma, al mecanismo del pensamiento que a los contenidos contingentes que en ella aparecen, pues allí, en la determinación formal, se decretan los presupuestos constitutivos de la discriminación entre lo que es pensamiento propiamente dicho y lo que no (Verstaeten 1998). Todos estos equívocos coinciden en un error. Incurren en el error de renunciar a la inmanencia de esta Imagen al introducir elementos externos y trascendentes para su caracterización (Rodowick 1997). Según estos equívocos, el pensamiento se funda sobre algo externo que lo supera, sobre algo trascendente que lo determina, sea una estructura metodológica a priori, sea la neurofisiología o sea la ley de la historia. Lo que pertenece al pensamiento debe ser distinguido de los accidentes históricos, científicos e incluso subjetivos del mundo de hecho. Es decir: “La imagen del pensamiento sólo conserva lo que el pensamiento puede reivindicar por derecho” (Deleuze & Guattari 2005: 41). La Imagen del pensamiento sostiene sobre sí las condiciones operativas en virtud de las cuales el pensamiento se orienta, organiza y encuentra su norma y medida. En suma, la Imagen del pensamiento alcanza su solidez desde su autonomía, que es la misma del pensar. Así, ni la evidencia de un objeto, ni la psicología de un sujeto se ubican antes. En el pensamiento mismo se resuelve qué es un sujeto, qué es un objeto, quién es hombre o Dios. “En este sentido se dice que pensar y ser son una única y misma cosa (…) Cuando surge el pensamiento de Tales es como agua que retorna (…) El plano de inmanencia tiene dos facetas, como pensamiento y como naturaleza, como Physis y como Nous” (Deleuze & Guattari 2005: 42). Y por esta identidad entre ser y pensamiento es imposible, por principio, un agente trascendente que determine a la Imagen desde afuera, desde un Real o un trascendental previo o exterior al pensamiento mismo.

La Imagen dogmática –orgánica- del pensamiento.

No obstante, esto no significa recaer en el idealismo del que Deleuze desea escapar. La Imagen no es la misma en todos los tiempos ni tiene porqué serlo. Ella es dinámica aunque no se explique por los contenidos históricos y culturales de momento. Más bien, por el contrario, estos se explican por la Imagen del pensamiento que expresan. “El plano no es ciertamente el mismo en la época de los griegos, en el siglo XVII, en la actualidad (y aún estos términos son vagos y generales): no se trata de la misma imagen del pensamiento, ni de la misma materia del ser” (Deleuze & Guattari 2005: 43) . Expuesto de una manera breve, no permanece la misma Imagen del pensamiento en los tiempos porque no persiste un mismo principio del ser entre las épocas. Y es justo porque el pensamiento se abre a su devenir que el mundo, las cosas, los sujetos y hasta los dioses devienen también. No hay devenir del mundo o del sujeto por fuera del devenir mismo del pensamiento. Cada Imagen determina lo que le pertenece de derecho al pensamiento y lo que no, y con ello delimita las fronteras y los principios dinámicos mismos del ser de lo real como Physis.
Podría pensarse entonces que hay una amplia diversidad de Imágenes del pensamiento a lo largo de la historia de la filosofía. Incluso, llevada esta suposición al extremo, cabría esperar que cada gran filósofo modificara el pensamiento por la Imagen novedosa que ofrece en su obra. Sin embargo, el diagnóstico es otro: pese a la variación aparente en la historia de la filosofía, persiste una Imagen envolvente que recorre la tradición occidental y caracteriza de manera general el pensamiento. En sus textos sobre Proust y Nietzsche, Deleuze ya intuía esta generalidad, pero es hasta Diferencia y Repetición que nos ofrece una figura general de esta intuición. A esta figura circundante y absorbente el filósofo francés la llama la Imagen dogmática del pensamiento .

A esta imagen del pensamiento podemos llamarla imagen dogmática u ortodoxa, imagen moral. Es cierto que presenta variantes: por ejemplo, los “racionalistas” y los “empiristas” de ningún modo la suponen erigida de la misma manera (…) Sin embargo, esa imagen se mantiene firme en lo implícito aunque el filósofo precise que la verdad, después de todo, “no es una cosa fácil de lograr ni está al alcance de todos”. Por ello no hablamos de tal o cual imagen del pensamiento, variable según los filósofos, sino de una sola Imagen general que constituye el presupuesto subjetivo de la filosofía en su conjunto (Deleuze, 2002: 204-205).

Aunque la evidencia es clara, Aristóteles no repite a la letra a Platón, ni Hegel a Kant; es viable, de acuerdo con la formulación del autor de los Estudios sobre el cine, reconocer que entre ellos, y en general entre el grueso de la tradición filosófica occidental, se asume siempre sin poner en entredicho un conjunto de presupuestos fundamentales que determinan trascendentalmente la actividad filosófica. “La ilusión es “trascendental” (el término viene de Kant) en cuanto no es simplemente un accidente histórico que pueda ser corregido con la información correcta, sino que forma una parte necesaria e inevitable de la operación del pensamiento” (McMahom 2005: 42). Como norma, el pensamiento filosófico obedece a esta Imagen por respeto a sus presupuestos y en ello la filosofía se trastoca en obediencia. En el ejercicio legítimo de la filosofía los filósofos acatan con ciego agrado el modelo que ancla el pensamiento a la bella Imagen. Dulce obediencia del filósofo. Pensar es, de este modo, respetar la Imagen como modelo de la filosofía. O mejor, pensar es obedecer al modelo por medio del calco de sus presupuestos de base. Bajo su formulación filosófica el pensamiento actúa como el Estado que necesita del sometimiento a la ley para su perpetuación. Como quien legisla desde su tribunal, la razón del filósofo hace valer siempre su poder. “El Estado proporciona al pensamiento una forma de interioridad” (Deleuze & Guattari 2006: 380).

El pensamiento toma su imagen propiamente filosófica del Estado como bella interioridad sustancial o subjetiva. Inventa un estado propiamente espiritual, como un estado absoluto, que no es ni mucho menos un sueño, puesto que funciona efectivamente en el espíritu. De ahí la importancia de nociones como las de universalidad, método, preguntas y respuestas, juicio, reconocimiento o recognición, ideas justas, tener siempre ideas justas (Deleuze & Parnet 2004: 17-18).

La razón del filósofo hereda la forma misma del Estado y por ello se atribuye el carácter de legisladora. Desde el filósofo gobernante de Platón hasta el tribunal de la razón kantiana, el filósofo obedece y exige obediencia. En suma, la figura del Estado inspira en su estructura a la Imagen dogmática del pensamiento. Y frente a ello, el recurso de lo inorgánico resulta liberador.
Ahora bien, el carácter dogmático de esta Imagen se constituye a partir de toda una organización del pensamiento que le exige armonizar y totalizar las diferencias bajo la forma de lo orgánico. La organicidad como regla es el rasgo constitutivo de esta abarcante y absorbente Imagen. Pensar, se dice, es unificar y totalizar en un compuesto orgánico. Esta modalidad ata al filósofo a un programa perfectamente sedimentado en función del cual se normaliza el pensamiento para acallar toda anomalía. Esta Imagen entraña a priori “toda una organización que obliga a que el pensamiento se ejerza de forma efectiva de acuerdo con las normas de un poder, de un orden establecido” (Deleuze & Parnet 2004: 29). Dicho en otras palabras, el presupuesto trascendental de la Imagen dogmática no es otro que el de la organicidad del pensamiento.
Hay una consigna general: ¡piensa con formulaciones correctas! ¡Piensa como se debe pensar, como se tiene que pensar! ¡Respeta el método, sigue el modelo! Esta Imagen no está diseñada más que para ser ciegamente obedecida, de lo contrario -y en eso consiste su chantaje- el caos, la barbarie, el mito, o en nuestros términos, el trágico imperio de la diferencia en la inorganicidad. Así, lo que escapa al modelo de la unificación en un pensamiento totalizante aparece como pura irracionalidad, como sin-sentido. Pero, el esfuerzo de la filosofía de la Diferencia consiste en desmantelar tal amenaza: “Deleuze no cesa de recusar la falsa alternativa que nos impone elegir entre la trascendencia y el caos, entre la necesidad entendida como verdad preexistente y la ausencia pura y simple de necesidad” (Zourabichvilli 2004: 27). Lo inorgánico no es caótico y sin embargo no es armónico, no es pura dispersión pero tampoco se ofrece como totalidad. Más bien, la inorganicidad aspira a la consistencia en la desarmonía. No obstante, la Imagen dogmática ha sembrado la idea de una disyunción insuperable que desde Parménides, con la división Ser/No-Ser, martilla la mente del filósofo. Pero más bien en esta disyuntiva palpita el miedo de quien huye a sus propias limitaciones. Miedo que se cristaliza como dogmatismo y prohibición. En esto Deleuze no se anda con rodeos: “Históricamente se ha constituido una imagen del pensamiento llamada filosofía que impide que las personas piensen” (Deleuze & Parnet 2004: 17). La filosofía con su característica y presupuesta estructura orgánica se ha constituido en una gran fábrica de intimidación. De ahí su megalomanía, pero a la vez su fragilidad, su excesivo amor propio como disfraz de sus impotencias, de sus limitaciones en relación, por ejemplo, a la oscuridad del arte y la poesía. De esta manera todo aquello que no opera según el patrón de armonización finalmente es acallado, reducido a la marginalidad de lo que no alcanza a ser pensamiento. Recordemos un par de ejemplos, la condena fregeana a la poesía como forma bastarda del lenguaje, la expulsión de los poetas a manos del filósofo-gobernante en la República, el rechazo aristotélico, en su Poética, al desarticulado drama episódico o la subordinación del arte a la moralidad para el idealismo alemán.
A causa de esta actitud un peligro mayor permanece latente: siguiendo esta Imagen, al modo de quien cree liberarse tomando sin saberlo la ruta hacia el cadalso, el pensamiento filosófico traiciona su más elevado destino. Obedeciendo la Imagen dogmática del pensamiento la filosofía no hace otra cosa que reivindicar, racionalizar y universalizar la esencia del sentido común, no hace otra cosa que perpetuar la base de la doxa.

Sin duda, la filosofía rechaza toda doxa particular; sin duda, no conserva ninguna proposición particular del buen sentido o del sentido común. Sin duda, no reconoce nada en particular. Pero conserva lo esencial de la doxa, es decir, la forma; y lo esencial del sentido común, es decir, el elemento; y lo esencial del reconocimiento, es decir, el modelo (concordancia de las facultades fundada en el sujeto como universal, y ejerciéndose sobre el objeto cualquiera). La imagen del pensamiento no es sino la figura bajo la cual se universaliza la doxa elevándola al nivel racional. Pero se sigue siendo prisionero de la doxa, ya que sólo se hace abstracción de su contenido empírico, y se continúa conservando el uso de las facultades que le corresponde y que retiene implícitamente lo esencial del contenido (Deleuze 2002: 208).

Por más que intente escapar de la opinión, aunque aparentemente elevada por encima de ella, la filosofía sublima sin saberlo a su enemigo, pues reivindica sus presupuestos fundamentales. “Pues el triple nivel supuesto de un pensamiento naturalmente recto, de un sentido común natural de derecho, de un reconocimiento trascendental, sólo puede constituir un ideal de ortodoxia. La filosofía no tiene ningún medio para realizar su proyecto, que era romper con la doxa” (Deleuze 2002: 208). Finalmente, en su presupuesto implícito, en su determinación a priori, la filosofía nunca escapó del sentido común. Simplemente lo depuró y enalteció. La verdad como reconocimiento para el caso del hombre que cela a su mujer y para el filósofo que se asombra al contrastar positivamente sus formulaciones con el mundo no se distinguen en lo esencial. El pensamiento, las potencias interpelantes de la actividad pensante, han sido disciplinadas para ser puestas al servicio de una forma de opinión ennoblecida .
La opinión respeta la figura del consenso. Se está en la verdad de la opinión siempre que se respete la oficialidad de lo convenido y se lo retransmita como lo real. Así, la opinión tiende a naturalizar su postura por la ceguera que sostiene a lo consensuado. Irónicamente Deleuze y Guattari lo exponen bajo la figura del concursante televisivo que cae en la verdad cuando repite lo que repite la mayoría y lo hace pasar por lo real sin más. Es la ortodoxia de la voz colectiva alimentada por el cinismo del perezoso. Y la filosofía en la Imagen dogmática parece llevar a la doxa, y sus valores, en su formulación depurada, a la cúspide de la actividad espiritual del hombre (Deleuze & Guattari 2005: 148).

Más allá de la Imagen dogmática: la inorganicidad en el pensamiento.

Recurriendo a un texto de Lawrence, Deleuze y Guattari formulan el papel de la filosofía y del arte como aquellas actividades que tienen el poder de rasgar el paraguas con el que nos defendemos, por el poder de la convención, del caos que puede ser el mundo. Rasgadura que rompe la evidencia y nos enfrenta a ciertas dosis de caos que nos obligan a agudizar la mirada y a refinar el pensamiento. Allí lo esencial del espíritu filosófico, su estructural descontento con el establecimiento, no declina. El deseo de remontarse por encima de la inmediatez de la opinión no cesa de persistir en el fondo. La filosofía en cuanto tal no se detiene en su esfuerzo por interpelar a su presente con todo su poder de resistencia.

La imagen dogmática del pensamiento sería entonces una traición de la filosofía por sí misma o, talvez, un ejemplo de estupidez filosófica (…) Pero el primer acto de reconocimiento de la potencia del tiempo es un acto de resistencia en el presente. Cada vez que la filosofía reanuda su vocación platónica de luchar contra las opiniones, cada vez que ella se vuelve verdaderamente filosofía crítica, se encuentra según Deleuze, al lado de esa otra forma eminente del pensamiento, el arte, en una misma oposición al estado del mundo tal cual es, a un presente que se nos quiere hacer creer sin apelación (Marrati 2003: 92-93).

De lo que se trata ahora la actividad pensante, a pesar de la Imagen dogmática, no es tanto de verificar el estado de cosas, de legitimar las formas actuales del Estado, la iglesia y la moral, sino más bien, por el contrario, de responder a lo insoportable del presente, de ir más allá de lo ya pensado con la intención de conducir la actualidad hacia un estado distinto al del oprobio actual, con el fin de, repitiendo la famosa expresión de Foucault a propósito de la modernidad, llegar a ser de otro modo. Platón en su República gobernada por la filosofía, Kant en su fundamentación de la ciencia y la moral en las categorías trascendentales, Marx en su crítica al capital: todos ellos hacen filosofía desde su presente con miras a un futuro por venir, a una comunidad siempre virtual. Muy al contrario de lo que sugiere la Imagen dogmática del pensamiento, la filosofía no se dedica a consensuar, a conciliar ni a organizar, su naturaleza más propia es la disociación, el desacuerdo, es decir, la inorganicidad que rompe el pacto entre las partes para lanzarlas a un devenir en el que se abren a un futuro, no a un futuro histórico sino del pensamiento, que incluso ya presionaba en el pensamiento de los filósofos del pasado (McMahom 2005: 42). Se trata de un “porvenir del pensamiento que a la vez sería el más antiguo de los pensamientos” (Deleuze & Parnet 2004: 17).
El pensamiento en su estado más intenso, lo decisivo que se juega en él, no respeta la Imagen orgánica-dogmática, incluso la ataca, la critica con la fuerza del pez torpedo que Sócrates, el escéptico, decía ser. En esto consiste la agudeza del pensamiento nietzscheano: él pone en evidencia los compromisos implícitos de los filósofos con ciertos valores, esto es, sus presupuestos morales. Una nueva filosofía, un pensamiento de la Diferencia, no puede repetir esta actitud.

A partir de esto aparecen con más claridad las condiciones de una filosofía que no tendría presupuestos de ningún tipo: en lugar de apoyarse en la Imagen moral del pensamiento, partiría de una crítica radical de la Imagen y de los “postulados” que implica. No encontraría su diferencia o su verdadero comienzo en un entendimiento con la Imagen pre-filosófica, sino en una lucha rigurosa contra la Imagen, denunciada como no-filosofía (Deleuze 2002: 205).

Pero esto no indica que la filosofía tiene por destino su elevación en un más allá. La tensión esencial entre filosofía y doxa no significa una separación del mundo. De manera muy distinta significa que se retorna a él de un nuevo modo, con una mirada renovada. La filosofía se constituye como una mirada a la vez atenta y gentil, crítica y jovial: crítica y atenta en cuanto no cesa de volver sobre sí con el afán de suprimir todo presupuesto naturalista y, a la vez, gentil y jovial en tanto se rehúsa a juzgar y a condenar desde el unilateral trono de la figura estatal, en tanto se niega por completo a reclamarle al pensamiento, como bien lo hace un policía, comportarse con decoro. Pero además, esto no significa la pérdida del rigor, sino que por el contrario, reclama del más cuidadoso y sobrio de los ejercicios, a saber, la experimentación prudente. Una nueva manera de habitar el pensamiento, ya no determinada por las coordenadas que le orientan hacia su propia docilidad. Nuevos conceptos cuya movilidad los transforma en herramientas para múltiples usos según las circunstancias. Un pensamiento-utensilio que sirve siempre para problematizar la pacífica superficie del presente como consenso.

Eso es una teoría: exactamente una caja de herramientas (…) Se precisa que valga, que funcione. Y no para sí misma. Si nadie puede utilizarla, empezando por el propio teórico que, entonces, deja de ser un teórico, es que no vale nada o que no ha llegado su momento. No hay que volver a una teoría anterior, hay que hacer otra nueva, hay otra por hacer (Deleuze 2005: 269).

Ahora, renovado el pensamiento, la teoría se multiplica como herramienta para pensar de múltiples maneras, en maridajes extraños y productivos: la memoria bergsoniana y el cine, Proust y una nueva teoría de los signos, Leibniz y el barroco. La altísima tarea de este nuevo filósofo, de este filósofo de vanguardia –al modo de las artes del siglo XX- radica en mantener unido el compuesto sin paradigma previo de composición.
Nietzsche fue el primero en materializar esta otra forma del pensamiento. Él introdujo las nociones de sentido y de valor como armas insignia de su crítica (Deleuze 2000). Así, el filósofo, el verdadero crítico, actúa como médico, como aquel que reconoce los síntomas de valores enfermizos que se escudan tras la figura natural de la verdad. Pero él no ha sido el único que se ha decantado por esta deconstrucción del dogmatismo filosófico en aras de lo que el filósofo francés llamará un pensamiento sin Imagen. “Foucault es seguramente, junto con Heidegger (aunque de un modo totalmente diferente), uno de los que han renovado de forma más profunda la imagen del pensamiento” (Deleuze 2006: 155). Esta inclinación parece ser un rasgo distintivo de una marcada línea del pensamiento filosófico contemporáneo. El pensamiento continental actual presenta sin duda alguna una ruptura significativa en relación a la tradición filosófica. No tanto por una simple cuestión de estilo, no se debe a que algunos filósofos hayan querido aproximar su disciplina a la literatura y a la poesía como acto de escritura. Nada más sesgado e ineficaz para comprender lo que allí hay sobre la mesa. Esta transformación estilística expresa una de mayores magnitudes, manifiesta una manera particular de estar en la filosofía, un forma radicalmente otra de dar salida a la pregunta por el pensamiento. Novedad que no significa la clausura de la filosofía ni la muerte del concepto, por el contrario, representa un nuevo amanecer del pensamiento en el que la filosofía reverdece al conciliarse con lo que siempre fue en esencia, a saber, con su naturaleza crítica más íntima.

Es verdad que Deleuze, junto con un buen número de filósofos anteriores a él o contemporáneos suyos, parece interpretar su época como el afortunado tiempo en que se revela la esencia de la filosofía , en que sale a plena luz la apuesta que la distingue absolutamente, tanto de las técnicas de comunicación como de la religión (…) Pero esta revelación no surge al final sino que, por el contrario, es el comienzo de una época; de modo que el pasado de la filosofía no fue tal vez sino una primera edad en que la filosofía tenía aún dificultades para diferenciarse de aquello que la preexistía (Zourabichvilli 2004: 31).

La novedad de esta filosofía no consiste en una ruptura con el pasado; justamente lo contrario, en la radicalización de su esencia desapercibida. Deleuze no apunta a suprimir la filosofía sino a marcar un primer momento de su realización. En la agudización de su talante crítico la filosofía resuelve de un modo inédito, pero no azaroso, la inquietud por el pensamiento. Lo perentorio del pensamiento, y sobre todo del pensamiento filosófico, se ha hecho expedito y no por ello la filosofía ha muerto. El desvanecimiento de esta Imagen no es otra cosa que el reflejo derivado de un movimiento positivo más poderoso. Esta disolución sólo es posible por el despuntar de una nueva forma del pensamiento, de un pensamiento sin Imagen. Este nuevo sin Imagen no indica la disolución de la filosofía en la retórica. Se trata mejor de continuar hablando de filosofía y de concepto sin por ello anclarlos a la figura orgánica de su normalización en la verdad, la totalidad y la identidad. De lo que trata ahora la filosofía es de dispersar las series, de multiplicar las relaciones con el fin de problematizar toda identidad natural, todo remanso en el consenso. Más bien, el problema fundamental del pensamiento consiste ahora en cortocircuitar los circuitos: “el problema fundamental atañe a la riqueza, a la complejidad y a la textura de estos dispositivos, conexiones, disyunciones, circuitos y cortocircuitos” (Deleuze 2006: 100). Se trata entonces de romper con el conducto regular de los circuitos en la opinión, no para romper con la filosofía y el concepto, sino justamente para lo contrario, para realizar su naturaleza más íntima: en sentido propio, pensar . Parece ser entonces que en la disputa entre la organicidad y la inorganicidad se juega la esencia misma de lo que significa pensar.
Ahora bien, nada de lo dicho sugiere que la Imagen orgánica del pensamiento ceda fácil ante la crítica, ni que el pensamiento sin-Imagen se ofrezca con comodidad para su caracterización.

Consideraciones finales.

Las páginas anteriores se han esforzado por hacer patente el amplio conjunto de presupuestos desde los que se ha naturalizado nuestra idea de lo que significa pensar y las implicaciones para el arte, el pensamiento y la vida que arrastran estas suposiciones. Según esta orientación resulta inapropiado asumir una postura ingenua con relación a la tradición del pensamiento filosófico. Tal como lo hicieron las vanguardias en el campo del arte, de lo que se trata es de llevar la tradición hacia sus límites para que en tal extrañamiento el pensamiento exprese todas sus potencias dormidas. En esa medida, nuestro esfuerzo más significativo ha consistido en hacer patente la solidez con la que Deleuze construye la alternativa al modelo dogmático del pensamiento. La Imagen dogmática ha sembrado una disyuntiva ampliamente aceptada, a saber, o el método, o el caos; o la verdad, o el inadmisible relativismo. Pero, esta dicotomía nos resulta ya insatisfactoria.

jueves, 21 de julio de 2011

EN TORNO AL PROBLEMA DE LA CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

Por Juan David Cárdenas.
La crítica como problema
La crítica cinematográfica es un problema. Desde su base es problemática debido a su naturaleza incierta e inestable. De los críticos y de la crítica se dicen muchas cosas encontradas. Se piensa que el crítico de cine es un director frustrado que nunca desarrolló las habilidades suficientes para realizar su obra y de esta frustración extrae su resentimiento. Se dice también que cualquiera puede hablar de cine, pues es un arte, que a diferencia de las artes plásticas contemporáneas, habla directamente de la vida en un lenguaje sumamente próximo a nuestra percepción ordinaria. Así, se supone que entre el formalismo endogámico de las artes plásticas y el realismo de la narrativa del cine de ficción, sólo hay una coincidencia nominal en tanto que artes. También se piensa, que la función del crítico de cine se orienta fundamentalmente a una suerte de consejería a propósito de las películas en cartelera. No obstante, parece ser que esta situación problemática a la que se enfrenta la crítica cinematográfica no ocurre con otras formas de crítica de las artes visuales. Al crítico de artes plásticas se le reconoce una cierta experticia y erudición en relación a su objeto y a las formas específicas de la pintura, el performance o la instalación. Por el contrario, en torno al cine existe la idea de que cualquiera puede tener una opinión inmediata o intuitiva y que con ello basta para que ésta sea, a lo sumo digna de atención. Estos equívocos se deben fundamentalmente al carácter masivo del cine, a que éste es el arte popular del siglo XX. De esta forma, cada quien está llamado a opinar. Parece haber una proximidad entre el cine y la vida tal que hace que cada quien esté en condición de ser un crítico desde su propia opinión.
Sin embargo, la crítica es justamente la superación de la opinión. O mejor, así como el peor enemigo del arte es el cliché –claro, salvo en casos excepcionales en que el cliché se vuelve materia prima y objeto de la obra, como en el arte pop o en cierto cine de Almodovar-, la mayor negación de la crítica, de la crítica en serio, de aquella que asume el reto de pensar la obras, de recorrerlas y de tensar sus nervios, es la opinión. Intentaremos ver en este breve artículo cuáles puntos coyunturales nos permiten distinguir la crítica de la opinión, para así, luego, intentar rastrear cuáles son los presupuestos de base que entraña la confusión entre el simple juicio de valor en la opinión y la crítica en sentido estricto. Es decir, respetaremos y trataremos de traer al campo de la crítica cinematográfica la proclama platónica que no cesa de insistir en el antagonismo entre la opinión y el pensamiento, entre la doxa y la episteme.

La crítica como opinión
Hay una primer tipo de aproximación a la obra cinematográfica que sólo en un sentido muy pueril puede ser considerado como crítica. Se trata del juicio de valor: “esto me gustó, aquello no”, “esta película es buena, la otra no tanto”. Para emitir un juicio de esta naturaleza no hay que ser un erudito, ni siquiera un gran cinéfilo. Basta con haber atendido con un mínimo de entrega al filme. El vecino, el policía, el periodista, están acostumbrados a emitir este tipo de juicios. Se trata de opiniones personales incontrastables. Al modo de quien prefiere una receta sobre otra, u color sobre los demás, no hay forma sensata de rebatir una opinión de tal naturaleza, pues ella se resguarda en lo aleatorio de los gustos personales y sus intermitencias. Ya la modernidad estética se embotó lo suficiente en discusiones en torno a la regla universal del gusto subjetivo para caer en relativismos inoficiosos o en esquematismos castrantes . Si tomamos la opinión personal como medida de la calidad de la obra terminamos por renunciar, de entrada, a la posibilidad de una crítica cuidadosa en nombre del relativismo de la opinión personal. A este primer tipo de aproximación a la obra Alain Badiou lo denomina El juicio indistinto. “Concierne al indispensable intercambio de opiniones que, a partir de la consideración de cómo está el tiempo, suele centrarse en los momentos agradables y precarios que la vida promete o sustrae” . Sobre este tipo de juicio no hay conmensurabilidad, no sólo entre las opiniones subjetivas, sino entre los estados mismos de cada subjetividad. Es la pura aleatoriedad y por tanto, al nivel de la crítica, la irrelevancia. En breve, la opinión personal carece de memoria pues carece del rigor del pensamiento, es pura espontaneidad y como tal se hace incontestable.

La crítica y el estilo autoral
Podemos hablar de una segunda manera de referirnos a los filmes. Siguiendo de nuevo a Badiou, se trata de una respuesta de rechazo a lo circunstancial de la opinión. Este nuevo tipo de juicio trata de ubicar a la obra cinematográfica dentro del devenir de una estilística autoral. De este modo, se lee tal o cual filme a la luz de la trayectoria de su autor y del flujo de sus influencias. Así, cada obra está cargada de referencias externas que sólo el cinéfilo reconoce. Ya no se trata de la opinión del hombre cualquiera de la calle, sino del elaborado discurso de aquel que ha visto mucho cine con dedicación, de aquel que conoce a los autores y sus trayectorias, de aquel que se conoce las fichas técnicas de las películas. Sin embargo, a este tipo de valoración le podemos reclamar que atiende más a categorías estilísticas externas a la obra que a los filmes en su singularidad. Atiende menos a la obra que a caracterizaciones genéricas de una trayectoria autoral. “La experiencia demuestra que salva menos los filmes que los nombres propios de los autores, menos el arte del cine que algunos elementos dispersos de las estilísticas” . En este sentido, el crítico termina exhibiendo en cada caso la generalidad de una estilística bajo el nombre propio de un autor y, en consecuencia, termina por desatender lo singular de cada obra, lo irrepetible de cada idea audiovisual en su especificidad. En suma, se trata del sometimiento de las obras cinematográficas a la generalidad de ese objeto de culto moderno que es el autor. Podríamos decir, siguiendo a Foucault, que esta función autoral ha venido fortaleciéndose desde la naciente modernidad para encontrar su expresión más acabada dentro de la teología del arte romántico. Esto, lejos de ser una actitud pretérita, hoy en los ámbitos académicos de la crítica cinematográfica conserva pleno vigor. Michel Foucault lo aclara bastante bien:

a todos aquello relatos, a todos aquellos poemas, a todos aquellos dramas o comedias que se dejaban circular durante la Edad Media en un anonimato al menos relativo, he aquí que ahora, se les pide (y se les exige que digan) de dónde proceden, quién los ha escrito; se les pide que el autor rinda cuenta de la unidad del texto que antepone a su nombre; se le pide que revele, o al menos que manifieste ante él, el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule con su vida personal y con sus experiencias vividas, con la historia real que lo vio nacer. El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficción sus unidades, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real .

Finalmente, este tratamiento se hunde en la formulación abstracta de categorías estilísticas autorales que operan como el recipiente genérico que da horma a la materia bruta e indistinta de las obras cinematográficas. Llegamos así a describir al cine como a una listado de estilísticas, de escuelas y tendencias personales dentro de las cuales se enmarcan las singularidades poéticas cinematográficas. Esto, al modo de un entramado a priori en el que cada línea de exploración habrá de encontrar su casilla en el cuadro de los nombres propios. Acá el neorrealismo, allí el cine independiente americano, acá la estilística de Kubrick y más allá la de Kurosawa. Es como una especie de constatación de la coincidencia de los filmes con lo que de ellos de antemano se supone. Pero afortunadamente para el cine no es tan sencillo. El arte cinematográfico no se deja reducir a una cuadrícula en la que las escuelas y tendencias encajan armónicas unas con otras como las fichas de un dócil rompecabezas. Por el contrario, las obras más interesantes son aquellas que abren zonas grises en las que las categorías a priori se hacen insuficientes y el ojo titubea. Obras en las que el cine mismo se enfrenta a sus propios límites, en las que el cine se confunde con las otras artes o se excede a sí mismo en exploraciones estéticas originales. Es decir, las obras son singularidades inabarcables por la abstracción genérica de categorías estilísticas o autorales preexistentes que determinan el ser y el deber ser de las obras.

La crítica como interpretación
Continuando con nuestra tipología de las comprensiones usuales de la crítica cinematográfica, encontramos una tercera manera de referirse al cine, una más sofisticada, pero igualmente insatisfactoria. Nos referimos a aquella tendencia que suele considerar que la labor del crítico consiste en interpretar el contenido las obras cinematográficas. La labor del crítico radica así en el desciframiento del mensaje tras las formas, en el desocultamiento del contenido escondido tras la apariencia. A este respecto la posición de Susan Sontag resulta sumamente pertinente. Para ella, la suposición de un contenido escondido tras el cortinaje de la forma supone la venganza del intelecto contra el arte. Esta estrategia es la respuesta que dio la tradición de occidente al arte como un ámbito en falta en relación al pensamiento científico, teológico y filosófico. La obra necesita ser interpretada como contenido para que el pensamiento logre justificar la insustancialidad de las apariencias como forma. Debido a esta jerarquía que eleva al contenido por encima de la forma, la interpretación encuentra su poder de reducción de la obra a un mero mensaje más allá de la singularidad de sus ofrecimientos sensuales. La ensayista norteamericana lo formula así: “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte” . Se trata de un filisteísmo que desprecia la obra tras el argumento de su exaltación. La sensualidad de una obra, su enigmática presencia plagada de detalles y tornasoles, es enfrentada con mediocridad por aquel que busca interpretarla ¿Qué dice tal filme?¿Cuál es su contenido? ¿Qué quiso decir el artista? Todas estas son maneras toscas de abordar la obra y eficaces de empobrecerla.

Siempre sucede que interpretaciones de este tipo indican insatisfacción (conciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa. La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en un artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías .

La interpretación da por supuesta una naturaleza de las obras fílmicas según una jerarquía del intelecto sobre la sensibilidad, del contenido sobre la forma y por ello, en el instante mismo en que se esfuerza por dignificar la obra, la menoscaba en una agresividad declarada. Basta con tener en cuenta el infortunio que sufren alguna películas en manos de intérpretes implacables. Para ellos, toda imagen es metáfora de un contenido, la imagen y el sonido son símbolos de un discurso encubierto. De ahí que obras problemáticas como la de Antonioni, enigmáticas como la de José Luís Guerín o profundamente audiovisuales como las de Philippe Grandrieux o Jacques Tati resulten tan esquivas a los ojos y a la pluma del intérprete. Por ejemplo, la difundida posición entre los críticos que aseguran que la obra de Antonioni trata el problema de la incomunicabilidad del burgués. Nada más ciego a la magnitud poética de los personajes sombríos y a la dramaturgia agónica del director italiano. En este tipo de películas la imagen se emancipa como imagen, el sonido suena más allá de significar, la luz irradia más allá de representar. Es decir, en estos casos la imagen se libera del yugo de la significación sin que por ello pierda su dignidad plástica. Por el contrario, en ello radica su genio artístico . La interpretación encuentra su límite justamente allí, donde la experiencia estética se alza. La interpretación se detiene donde la obra vibra para estremecernos con agitación. Agitación por la que la obra se autojustifica. La obra nos hace ver algo, experimentar algo más que significarlo. “La obra de arte está para hacernos ver o aprender algo singular, no para juzgar o generalizar. Este acto de aprehensión es el único fin válido, y la única justificación suficiente, de la obra de arte” . Justamente en la sensualidad de la imagen que atrapa a los sentidos, de la luz que intermitente estremece la retina, en las figuras que se mecen frente al ojo, justamente allí, la obra encuentra su espacio singular en cuanto arte. Nuestro sobresaturado deseo de Logos nos hace invisible el poder mágico de una imagen y por ello nos arrastra a la vengativa acción interpretativa que, lejos de expresar nuestra sensibilidad frente a la obra, hace patente nuestra heredada y muy profunda ceguera. En este sentido, el crítico que interpreta nos impide ver la imagen por hacernos obedecer la significación. Él reemplaza la magia por la metáfora, lo que es, asesina la singularidad de lo que es percibido en virtud de la generalidad de lo que desde siempre ha sido dicho. De ahí que resulte tan familiar a este tipo de críticos la práctica por la cual cada filme se diluye siempre en tal o cual relato mítico milenario. Relato que contiene, según ellos, el contenido último y prístino de las significaciones más profundas de las que es capaz el arte.

Contra la crítica como juicio
A pesar de la diferencia entre las tres modalidades expuestas arriba, hay algo en común que las recoge bajo una generalidad. En todas ellas el crítico se ubica ante la obra cinematográfica como el juez frente al sindicado en un juicio. Todas ellas comportan la suposición de un juicio. El hombre de la opinión juzga “bueno o malo” en función de lo volátil de su gusto. Juzga de acuerdo con la inconsecuencia de sus estados de ánimo. Está también el erudito cinéfilo que, como el perito, juzga la obra en función de su adhesión a las categorías estilísticas de las escuelas y los nombres propios, de tal forma que se pregunta si en sentido propio Fellini es un neorrealista o un rezago del neorrealismo, se inquieta por verificar si Lars von Trier aún se adhiere al decálogo dogma 95 o a una cinematografía más comercial, si tal o cual filme respeta el modelo clásico del Western o se inclina más por la forma híbrida del Western Spaghetti. Él opera como un juez que evalúa y verifica la suscripción de las obras a las escuelas, a las estilísticas y a las formas autorales. Así, satisface su voluntad de clasificación dentro del cuadro sobre el que distribuye organizadamente los filmes al modo en que se clasifican los libros de una biblioteca estatal. Finalmente está el intérprete. Aquel que somete el filme al juicio de la significación, que lo arroja a la pesquisa del verdadero significado. Mientras la crítica siga sujeta a esta figura, la sensibilidad no dejará de estar vigilada por el tribunal de la razón. En el momento que se considera que el quid de la obra radica en la verdad del contenido significante que en ella se esconde, se subordina toda experiencia estética a la actividad reconciliadora del significado que engloba la obra en una totalidad. En esta medida, la obra no entraña un enigma que incita al pensamiento y a la sensibilidad, sino que se ofrece como un objeto pasivo que pide ser juzgado en función de su sometimiento a manos de un lenguaje extraño, del leguaje externo de la interpretación que lo traduce como signo pasivo. De esta forma, la crítica se realiza como un ejercicio de poder, del poder de la totalidad significante que juzga, somete e incorpora a la sensualidad del detalle. Ejercicio de intimidación y reducción: “la película se trata de… y de lo contrario no entendiste”. Así, por debajo se proclama: “hay que entender y someter la sensibilidad bajo el ojo inquisidor de la significación, a la forma bajo el juicio del contenido, al arte bajo la vigilancia de la ciencia”. El significado no está para ser entendido, sino para ser respetado y obedecido.
El malestar de Roland Barthes con la crítica literaria de su época traduce de manera sumamente clara nuestra inconformidad general:

Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, sólo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera “crítica” de las instituciones y de los lenguajes no consiste en “juzgarlos”, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Lo que hoy reprochan a la nueva crítica no es tanto el ser “nueva”: es el ser plenamente una “crítica”, es el redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar mediante ello al orden de los lenguajes .

Así, bajo cualquiera de estas tres formas del juicio: juicio del gusto, del estilo autoral y del significado, la obra jamás dejará de ser dócil y nosotros insensibles ¿Y entonces qué hacer?

La crítica como videncia
Tras nuestro recorrido, surge la pregunta ¿Y entonces qué tipo de crítica valoraría al cine en la plenitud de sus posibilidades? ¿Cómo alcanzar una nueva crítica por encima de la forma del juicio en su triple presentación? No se trata de negar ahora que la obra despierta en nosotros juicios de gusto o disgusto, ni que sea importante clasificarlas según rasgos históricos genéricos. Mucho menos estamos afirmando que cada filme sea inefable e insignificante y ante él sólo pueda actuar el silencio. Nada de eso. Sin embargo, no por ello la labor del crítico tiene que ver con estas actividades clasificatorias o de peritaje. La eficacia de la crítica se alcanza en el poder de la palabra en relación con la imagen, pero no como interpretación o clasificación, sino como videncia. El crítico es aquel que atendiendo a la singularidad material y formal de la obra, al encuadre, a la economía del tiempo y del espacio, a la forma narrativa del relato o anti-narrativa del montaje, se hace sensible a las posibilidades de afectación y estimulación de la que es capaz una película. Él, como Tiresias en la mitología griega, atiende la obra, como a los dioses, respetando el lenguaje que propone para hacernos ver lo que el ojo ordinario no capta. Tiresias es ciego y no obstante ve más que cualquier mortal, pues tiene la paciencia para hacerse sensible y sensibilizar a los demás. No se trata entonces de aleccionar sobre la verdad o el significado de la obra, se trata más bien de llamar la atención sobre la forma, sobre las decisiones estéticas que determinan a una obra. Sontag lo formula así:

Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. Lo que se necesita es un vocabulario –un vocabulario, más que prescriptivo, descriptivo- de las formas. La mejor crítica y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma .

Así, la videncia a la que nos referimos es videncia formal, matérica. No es que el arte carezca de profundidad, sino que las cuestiones de contenido se disuelven como forma y despuntan en ella. Esto es, el crítico como vidente es aquel que observa antes que juzga, es aquel que desarrolla una sensibilidad plástica tal que capta la imagen como imagen, logra referirse a ella como tal y no como metáfora o representación. Para él, la obra no representa un significado, sino que presenta un experiencia en la forma. Él ve en la forma y hace ver en la palabra. De tal suerte que, así como disuelve las consideraciones de contenido y significación en consideraciones formales, logra, en un mismo movimiento, disolver su actividad como vidente en la actividad poética de la obra. Es decir, el crítico revivifica nuestra sensibilidad desde la obra en la palabra. Como Andrè Bazin o Serge Daney, nos hace ver las virtualidades de la obra que no captábamos y que sólo sus palabras podrían animar. En esta medida, el crítico vidente está en la obra y a la vez más allá de ella. El crítico vidente continúa la labor poética del director de cine, pero no porque produzca imágenes, sino porque a través de la palabra le insufla nueva vida a la imagen. En esta medida, el impulso poético de la obra es continuado en la crítica. La obra se prolonga como experiencia en este tipo de crítica proyectándose hacia sus potenciales devenires. En la palabra de sus críticas, la actualidad de la obra se proyecta como porvenir del pensamiento. En breve, el crítico vidente lleva al filme hacia sus devenires aumentando las dimensiones de la obra que siendo la misma ahora es otra. Él no interpreta, él hace visible y, en consecuencia, acrecienta la obra como forma, como imagen-sonido. Por tanto, intensifica la obra como fuente de experiencia. Hacer visible significa así, renovar la obra desde ella misma. El vidente es un creador, un continuador de la obra desde ella misma y siempre desde ella. Él entiende perfectamente la consigna godardiana: “de lo que se trata no es de dónde tomas las cosas, sino hasta dónde las llevas”.

Así, la crítica no insiste en la identidad significante de la obra. Ahora, la crítica es lo que lleva al filme siempre hacia delante.

domingo, 13 de febrero de 2011

LO DIGITAL ENTERPELA A LO JURÍDICO: EL CASO CINEMATOGRÁFICO.

Por: Juan David Cárdenas.

A mediados del 2009 Joel Tenenbaum, estudiante del doctorado en física de la Universidad de Boston, protagonizó el que ha sido probablemente el juicio por violación de derechos de autor más sonado de los últimos años. Caso que nos recuerda querellas jurídicas como la que enfrentó a dos gigantes del peso de Metallica y Napster. Desde el 2005 él fue notificado de una demanda en su contra por descargar y compartir aproximadamente 30 canciones a través de los servicios de almacenamiento y distribución gratuita de archivos que ofrece la red.
Lo que empezó como una notificación intrascendente se fue convirtiendo con el tiempo en una demanda millonaria. Ya para el 2007, cinco casas disqueras se unieron para dar la batalla legal contra este hombre del común. Al enterarse del caso, el profesor de Derecho de la universidad de Harvard, Charles Nesson, y un puñado de sus estudiantes, asumen la defensa de Tenenbaum en una clara actitud de descontento hacia las formas legales que hacen posibles este tipo de demandas. Finalmente, el jurado obligó a Tenenbaum a pagar la suma de 675 mil dólares en total –unos 22 mil quinientos por canción-. No hubo figura jurídica que defendiera el uso que hacía este hombre de los datos a través de la red.
Pero, aquí no nos interesa tanto ocuparnos de la filigrana del caso jurídico, como el reconocimiento de un hecho que, aunque evidente, parece desatendido en el ámbito de la producción intelectual en torno a las nuevas tecnologías. Nos referimos a que la transformación material de los medios de producción y almacenamiento de la información siembra la semilla de nuevas formas de uso de estos materiales. Formas que reclaman nuevas figuras jurídicas que sean sensibles a esta generalizada mutación. O mejor, para formularlo en términos más técnicos, así como Marx reconoció que la transformación material que se encuentra en la base histórica del capitalismo, con la aparición de las máquinas y su subsecuente concentración en la fábrica, viene acompañada de la transformación jurídica que legaliza la propiedad privada; nosotros insistiremos que el cambio tecnológico y social que significa la digitalización de las obras de arte –y en particular nos interesa la obra cinematográfica- obliga a una transformación jurídica que no se ve venir. En suma, nuevas condiciones materiales arrastran consigo nuevas formas del uso, que a su vez, reclaman una nueva sensibilidad jurídica. Sin embargo, parece que los teóricos pasan por alto esta urgencia. Es decir, aunque es posible reconocer una actitud activa de varios sectores en relación a la tensión en torno al asunto de los derechos de autor tanto al nivel de las acciones concretas de ciertos colectivos y personalidades, como incluso de académicos y estudiosos, no se ha reparado mucho en la relación de inmanencia que existe entre la actualidad de esta disputa y la emergencia de las nuevas tecnologías digitales . Nuestro aporte apunta en esta dirección, a saber, a establecer los vínculos de necesidad que se tejen entre la urgencia histórica de repensar la legalidad a propósito de los derechos de autor y la emergencia histórica de una nueva plataforma material, la digital, de producción y distribución de las obras.
El conocido libro de Lev Manovich (Manovich, 2005) dedicado a los nuevos medios nos sirve de recurso de ilustración de la desatención que se pueden tejer entre la transformación material que significan las nuevas tecnologías digitales y la urgencia de una concomitante transformación legal. Se trata de un juicioso texto que parte del análisis de la transformación técnica que representa el paso de las imágenes análogas a las digitales y, partiendo de ello, se lanza a pensar las nuevas posibilidades de producción de obra en un mundo digitalizado. Es decir, la reflexión se concentra en las transformaciones al nivel de la producción de obra en la era digital, pero desatiende un elemento acompañante pero decisivo, a saber, las nuevas formas de distribución y de acceso a las obras. Elemento que interpela, como veremos, la juridicidad vigente en torno a la obra y a los derechos de autor.
Si nos concentramos, por ejemplo, en el análisis que Manovich hace de las consecuencias que la digitalización de la imagen cinematográfica ha desencadenado en el cine, podremos ver lo parcializado de su estudio. Él, de una manera muy acertada, asegura que el cine ha sido redefinido por las tecnologías digitales, pues, fundamentalmente, éste ha dejado de ser un mero registro mecánico de la relación entre los objetos y la luz, al modo de la cinematografía análoga, para devenir más bien una especie de híbrido entre el registro técnico y una especie de pintura con pincel electrónico. Pincel que, en este caso, sería el software de tratamiento de la imagen al modo de After Efects. Los rasgos más visibles de esta transformación se expresan para Manovich al nivel de las nuevas formas de producción e intervención de la imagen cinematográfica digital. En sus propias palabras: “Un signo visible de este cambio es el nuevo papel que los efectos especiales creados por ordenador han pasado a desempeñar en la industria de Hollywood de los noventa” (Manovich, 2005, p. 374) . Siguiendo esta formulación, en el texto se afirma una serie de principios característicos de lo digital por oposición a las tecnologías analógicas. Principios que van desde la simulación de espacios y lugares por la animación en 3D, lo que significa una desvinculación de la imagen videográfica de la realidad, hasta la indistinción actual entre montaje y efectos especiales –lo cual era sumamente diferente en el soporte análogo-. Así, Manovich llega a la siguiente afirmación:

Dados los anteriores principios –expuestos acá de manera bastante sumaria-, podemos definir el cine digital de esta manera: cine digital = material de acción real + pintura + procesamiento de imagen + composición + animación 2D por ordenador + animación 3D por ordenador (Manovich, 2005, pp. 375-376) .

Es claro de qué manera hay un énfasis en la transformación de los procedimientos de obtención-producción y de manipulación de la imagen y, en consecuencia, del estatuto de su relación con la realidad y la fantasía. Con el cine digital la imagen fílmica se aproxima a la pintura , algo sumamente diferente a lo que ocurre con la cinematografía análoga. De allí que Manovich considere que todos los esfuerzos de las vanguardias por intervenir la imagen fotográfica y cinematográfica analógica por medio de recursos como el collage y el fotomontaje, encuentran en las tecnologías digitales su forma más elaborada.

Un efecto general de la revolución digital es que las estrategias de la estética de vanguardia pasaron a ser incluidas en los comandos y las metáforas de interfaz de los programas de ordenador. En definitiva, la vanguardia acabó materializándose en el ordenador (Manovich, 2005, p. 381).

De acuerdo con este diagnóstico, tenemos una caracterización positiva de las nuevas imágenes digitales en relación a las antiguas análogas. Aunque sumamente esclarecedor y pertinente, el contenido de este diagnóstico nos resulta aún demasiado sesgado, pues, aunque introduce variables definitivas en relación a la producción e intervención de la imagen digital, pasa por alto una serie de elementos relativos a las nuevas formas de distribución de este tipo de material. Nuevas formas que se expresan en usos inéditos de las obras cinematográficas que interpelan los presupuestos jurídicos y políticos de nuestras sociedades tardo-modernas.
Con el deseo de superar este sesgo, intentaremos establecer una serie de aspectos técnicos definitorios de la imagen cinematográfica en la era digital para hacer visibles las condiciones políticas de estos nuevos usos de las obras. Para ello, debemos establecer un diálogo con las anteriores tecnologías analógicas. Diálogo que hará brillar ciertos aspectos aún opacos de esta transformación.



Lo análogo: masa y autoría.
Cuando Walter Benjamin problematiza el asunto del arte con la aparición de los mecanismos técnicos de reproducción de la imagen, establece una serie de principios que delimitan el espacio político y artístico moderno en un claro contraste con la tradición clásica. La conquista de la técnica por el arte significa un cambio irreversible en el carácter de la obra. Cambio que Benjamin resumen en su ya conocida formulación de la pérdida del Aura (Benjamin, p. 1973): dada la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la distinción entre el original y la copia, tan cara a la tradición clásica, se desvanece. Mientras podemos distinguir un original de Velásquez de sus copias y falsificaciones, jamás podremos siquiera suponer esta posibilidad con una fotografía o con una obra cinematográfica. “Del aura no hay copia” (Benjamin, 1973, p. 36). Todas las copias de una foto o de un film detentan el mismo estatuto dada su naturaleza técnica. Esto significa que, con la irrupción de la técnica en el ámbito de la imagen, la distinción entre original y copia se ha hecho histórica y materialmente improcedente. Así mismo, con la pérdida de la singularidad del original, dice Benjamin, ésta ha perdido su autoridad. La obra singular e irrepetible ha dejado de ser tal y ha dado paso a un nuevo tipo de experiencia estética. Mientras el cuadro original o el templo inimitable convocan a la tradición en torno suyo en la experiencia de su aquí y su ahora, un film americano puede ser proyectado en simultáneo en Berlín, París y Sudán. El carácter vinculante de la obra, aquello que convoca a un pueblo y su tradición en torno suyo, ha cedido su lugar a favor de un nuevo tipo de arte, de un arte de masas . El arte, en la época de su reproductibilidad técnica, ha transformado así su función social. Ha dejado de ser un arte ritual para convertirse en un arte de masas, lo que es, en un arte político. Ya lo decía Walter Benjamin a propósito de la fotografía. Hay una función social nueva de la imagen por la aparición de la fotografía: “Traer más cerca de nosotros las cosas (o, más bien, de las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier situación reproduciéndolo)” (Benjamin, 2008, p. 42). La superación de lo irrepetible y el acercamiento de la imagen a las masas son un efecto privativo de un arte mecánico. Por el contrario, el arte premoderno, anclado a la díada original/copia, es irrepetible, distante y selectivo, en tanto no se acerca a las masas, sino que espera en su singular aquí y ahora. No puedo transportar la pirámides de Egipto, pero sí puedo cargar en el bolsillo su fotografía. De ahí que, en la imagen fotográfica, ellas pierdan algo de su aura, pero ganen en acercamiento a las masas. Y es aquí, en el elemento de aproximación de la obra a las masas, donde se juega el quid de nuestra preocupación. La función social del arte desde mediados del siglo XIX, producto de su reproductibilidad técnica, no se justifica ya por su relación con la belleza ni con la verdad, no se justifica ya por su carácter ritual, sino por su relación positiva con las masas, por su carácter de arte de masas. Benjamin lo formula en los siguientes términos:

En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual, aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política (Benjamin, 1973, pp. 27-28).

Así, la justificación del arte en estas condiciones es política en tanto su carácter técnico supone en simultáneo su relación mediata o inmediata con las masas .
Acompañando a la politización del arte por su tecnificación, Benjamin señala de paso otro aspecto que trasmuta en el ámbito del arte. Aspecto que resulta definitivo para nuestras preocupaciones y sobre el que intentaremos adentrarnos. Se trata de lo inapropiado de evaluar las formas del arte reproducible técnicamente según las categorías de un arte pretérito. Benjamin denuncia el uso incontrolado de conceptos heredados que resultan inconsecuentes con las nuevas prácticas del arte técnico. Entre estas categorías incluye la de genialidad (Benjamin, 1973, p. 18). Cuando la imagen es producida por un mecanismo, como por ejemplo lo es la cámara, la noción del genio tras la obra debe ser reformulada. La fascinación de la modernidad temprana y sobre todo del romanticismo por la categoría autor-genio, debe ser repensada de acuerdo con las condiciones técnicas que imponen el cine y la fotografía. De ahí el malestar que sentía, por ejemplo Baudelaire, frente a la fotografía como arte, pues, para él, era una contradicción desde su base la posibilidad de un arte técnico (Baudelaire, 1996, pp. 131-133). No era posible sostener un arte técnico, exacto –como lo llamaba el poeta-, y a la vez espiritual, es decir, humano. No es posible un arte cuyo autor sea, en cierto sentido, un mecanismo. Y es aquí donde llamamos la atención. Dada su naturaleza técnica, el arte reproducible obliga a reformular el asunto de la autoría. Como muy bien lo intuye Andrè Bazin a propósito de la fotografía:

Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a la presencia del hombre. (…) Por primera vez una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor (Bazin, 2006, pp. 26-28).

No afirmamos en el mismo sentido la autoría del pintor que la del fotógrafo o la del camarógrafo de cine. Es decir, la categoría autor es inmediatamente reformulada de acuerdo con la transformación material que representa el dispositivo técnico de producción y reproducción de la imagen. Como lo asegura Jean-Marie Schaeffer (Schaeffer, 1990, pp. 116-156), la fotografía nos permite emanciparnos de la ontología dominante del arte como una actividad productiva autoral. Ya no actúa tanto, por lo menos no en primera instancia, la imaginación creativa del autor, sino, por el contrario, el determinismo técnico del dispositivo mecánico. Así, las artes mecánicas obligan a repensar la categoría estético-jurídica de autor. Reflexión de la que el derecho se abstrae por conservadurismo económico, lo que es, por sus clarísimos vínculos de complicidad con el sistema de producción en la era nuestra sociedad espectacular.
Hemos visto hasta el momento, de qué manera la transformación técnica trasladada al ámbito del arte significa una doble mutación. Por un lado, representa el cambio de la función social de la obra que pierde su valor cultual y adquiere un nuevo carácter al devenir arte de masas. Por otro lado, pero también derivado de la irrupción de la técnica en el campo del arte, hemos intentado mostrar de qué manera la categoría moderna de autor exige una reformulación en el contexto de las artes técnicas como el cine y la fotografía. Sea como sea, en ambos casos, en el devenir masivo o en la reformulación de la categoría autor, el asunto se orienta en un sentido jurídico político. El carácter de la obra, su sentido social y la legalidad que la rodea, presionan. Ahora bien, con la transformación reciente que significan las tecnologías digitales, dicha presión se concentra e intensifica. Se concentra, como intentaremos mostrar, en cuanto el doble elemento de la masa y de la autoría se vincula en un mismo movimiento y, por otro lado, se intensifica, en cuanto lo digital alimenta la emergencia de usos incontrolables que se extienden a lo largo de una sociedad global y que interpelan desde lo concreto de la praxis la juridicidad vigente.

Lo digital: una nueva política para la masa tardo moderna.
Con la aparición reciente de las tecnologías digitales y de la World Wide Web, han sido muchos los teóricos que se han lanzado a pensar las transformaciones que esto significa para la obra de arte y para el arte en general. Particularmente en el campo de la imagen digital, de la fotografía y del cine, la producción teórica ha reconocido en este acontecimiento un gran estímulo. Sin embargo, como señalábamos líneas arriba, los análisis se concentran mayoritariamente en lo relativo a las nuevas posibilidades de manipulación de la imagen y de producción de obras, lo cual es claramente urgente de ser pensado, pero resulta insuficiente y hasta absorbente en relación a otras aristas del problema. Trataremos, entonces, de establecer un análisis de la transformación material que significa la emergencia de las tecnologías digitales con el fin de dirigir ésta reflexión en el sentido jurídico-político de los usos sociales de las obras cinematográficas que tanto nos interesan.
Durante la década de los noventa, con la acelerada digitalización de la información y la estandarización del uso social de Internet, el arte en general experimenta una transformación en paralelo a la mutación de la vida moderna. De nuevo, como con la aparición de la fotografía y el cine, la vida social moderna se ve abocada a una transformación material-espiritual. Transformación de la cual apenas saboreamos las primeras consecuencias, pero que parece puede llegar a desencadenar cambios realmente inusitados.

Cabe pensar que, igual que la imprenta en el siglo XVI y la fotografía en el siglo XIX tuvieron un impacto revolucionario sobre el desarrollo de la sociedad y la cultura modernas, hoy nos encontramos en medio de una revolución mediática, que supone el desplazamiento de toda la cultura hacia formas de producción, distribución y comunicación mediatizadas por el ordenador. Es casi indiscutible que esta nueva revolución es más profunda que las anteriores, y que sólo nos estamos empezando a dar cuenta de sus efectos iniciales. De hecho, la introducción de la imprenta afectó sólo una fase de la comunicación cultural, como era la distribución mediática. De la misma manera, la introducción de la fotografía sólo afectó a un tipo de comunicación cultural: las imágenes fijas. En cambio, la revolución de los medios informáticos afecta a todas las fases de la comunicación y abarca la captación, la manipulación, el almacenamiento y la distribución: así como afecta también a los medios de todo tipo, ya sen textos, imágenes fijas y en movimiento, sonido o construcciones espaciales (Manovich, 2005, p. 64).

Se hace urgente, de acuerdo con este diagnóstico, establecer las magnitudes de esta transformación para visibilizar los efectos que desde hace un par de años venimos experimentando de manera inconsciente y que con seguridad irán desencadenando mutaciones cada vez más enraizadas en nuestra vida social. Efectos que irradian esferas tan heterogéneas como la artística, la cultural y hasta la que acá nos interesa, la político-jurídica. Todo esto con miras a establecer, en un campo muy preciso, lo que ocurre y cabría esperar del sistema de producción actual, de las formas jurídicas que lo protegen a la vez que lo entorpecen y de los usos sociales que actualizan virtualidades insospechadas de la modernidad tardía. Con el fin de esclarecer la magnitud de lo que ocurre y de lo que vale esperar, nos serviremos rápidamente de la genealogía que ofrece Lev Manovich de esta transformación material, pues nos puede resultar sumamente esclarecedora de acuerdo con los fines de esta investigación.
En una intuición sumamente aguda, Manovich encuentra una coincidencia histórica entre los primeros esfuerzos de informatización de datos y la emergencia de la fotografía. Mientras en 1833 Charles Babbage empieza a diseñar una precaria máquina de procesamiento de datos que aspira a ofrecer las funciones de un ordenador estándar actual, Niepce y Daguerre, cada uno por separado, se esfuerzan por perfeccionar lo que seis años más tarde, en 1839, sería exhibido como el principio de la revolución fotográfica moderna. Claramente la fotografía se impuso de inmediato, mientras que la revolución informática debería esperar casi un siglo para estallar con todo su poder. No obstante, el impulso motor de ambas búsquedas parece sólo ser posible dentro del contexto de las grandes sociedades de masas modernas. Parece que la fotografía y la informática beben del mismo espíritu de época.

No debería sorprendernos que ambas trayectorias, el desarrollo de los medios modernos y el de los ordenadores, arranque más o menos al mismo tiempo. Tanto los aparatos mediáticos como los informáticos resultaban de todo punto necesarios para el funcionamiento de las modernas sociedades de masas. La capacidad de difundir los mismos textos, imágenes y sonidos a los mismos ciudadanos –para garantizar así unas mismas creencias ideológicas- resultaba tan esencial como la capacidad de mantener un registro de los nacimientos, los datos del empleo y los historiales médicos y policiales. La fotografía, el cine, la imprenta Offset, la radio y la televisión hicieron posible lo primero, mientras que los ordenadores se encargaron de lo segundo. Los medios de masas y el proceso de datos son tecnologías complementarias, que aparecen juntas y se desarrollan codo con codo, haciendo posible la moderna sociedad de masas (manovich, 2005, pp. 67-68).

Tenemos entonces una intuición realmente cercana a la benjaminiana. Tanto Manovich como Benjamin encuentran una relación directa entre la emergencia y consolidación de una sociedad de masas y la entrada en escena de un nuevo régimen técnico de las imágenes. Sin embargo, pese a esta proximidad, no debemos acercar hasta la identificación la revolución de la tecnología análoga con la que suscitó la era digital. Aunque esta relación arte-técnica-masas ya aplicaba a las tecnologías análogas, el modo particular de lo digital es bien distinto y por tanto su relación con la política de lo masivo debe ser pensada desde su naturaleza técnica concreta. Sólo comprendiendo la singularidad técnica de la revolución digital diferenciada de la análoga, podremos entender el modo novedoso de sus consecuencias .
Con la digitalización de la imagen, ésta deviene dato, es decir, expresión discreta de un función numérica. Así, la tradición mediática y la informática se hibridan en un dispositivo unificado. Es decir, la imagen se comporta como un cúmulo de datos y por tanto altera sustancialmente su naturaleza. De este maridaje entre la imagen y la forma-dato se desprende todo lo demás. Podemos formular esta hibridación entre la mediática y la informática de la siguiente manera:

Todos los medios actuales se traducen a datos numéricos a los que se accede por ordenador. El resultado, los gráficos, imágenes en movimiento, sonidos, formas, espacios y textos se vuelven computables; es decir, conjuntos simples de datos informáticos (Manovich, 2005, p. 71).

De acuerdo con esta matematización de la imagen, se sigue una serie de consecuencias que distancian irreconciliablemente lo analógico de lo digital. Sin embargo, entre todas las mutaciones producidas por la tecnología digital, hay una que capta particularmente nuestro interés: cuando la imagen deviene dato numérico, las formas de su almacenamiento se transforman. Ya no se trata de un almacenamiento material en un espacio determinado, sino más bien de un almacenamiento en “bases de datos” informáticas. Mientras el celuloide del cine analógico se acumula espacialmente en bodegas y anaqueles, la imagen digitalizada ocupa espacio informático, lo que significa, posee un cierto “peso” numérico dentro de los dispositivos para el almacenamiento virtual.

La sociedad moderna, que comenzó en el siglo XIX, desarrolló tecnologías mediáticas que automatizaron la creación: las cámaras de foto y de cine, el megáfono, el magnetoscopio, etc. Dichas tecnologías nos permitieron, en el transcurso de ciento cincuenta años acumular una cantidad sin precedentes de materiales mediáticos: archivos fotográficos y sonoros, filmotecas…Y esto llevó al siguiente paso en la evolución de los medios, que es la necesidad de nuevas tecnologías para almacenar, organizar y acceder de manera eficaz a esos materiales (Manovich, 2005, p. 81).

La acumulación de información mediática depende de los procesos digitales del computador que traduce el código numérico en imagen y sonido. Datos numéricos que se acumulan en un raudal informático que crece a velocidades exponenciales. Por tanto, no sólo se transforman las maneras del almacenamiento, sino que ello además implica una automatización de este proceso. Al automatizarse el almacenamiento de la información digitalizada, que viene acompañada de la automatización de los procesos de producción en intervención de la imagen, se disparan tanto la velocidad de estos procesos como las cantidades de datos almacenables. El devenir dato de la imagen significa, a su vez, el incremento de su abundancia. Y es justamente por esto, por la urgencia de almacenamiento, por lo que surgen alternativas mediáticas como Internet. “Internet, que podemos considerar como una gran base de datos de medios distribuidos, cristalizó también la nueva condición básica de la nueva sociedad de la información: la sobreabundancia de datos de todo tipo” (Manovich, 2005, p. 81). Así, con la aparición en los noventa de la red, la forma de ofrecerse de la obra artística cambia por completo y, de acuerdo con esto, se transforma también la manera de acceder a ella. Recordemos algo evidente, Internet, además de ser ese gran cúmulo de información según lo hemos caracterizado, es, como su mismo nombre lo sugiere, una gran red, una plataforma de múltiples conexiones que se redimensionan a altas velocidades. De este modo, con la aparición de esa gran plataforma de almacenamiento, el mundo de las obras se ofrece como un acumulado que tiende al infinito y, a su vez, transmuta en un espacio de relaciones abiertas entre las obras, entre los usuarios y las obras y entre los usuarios mismos. Espacio relacional que significa la virtualización de la obra . Esto es, la obra se abre en sus relaciones de tal forma que, por ejemplo, a la antigua obra cinematográfica proyectada sobre la pantalla del teatro en circunstancias de exhibición restringidas por los circuitos comerciales, se le opone el film abierto para sus usos diversos en la red. Usos heterogéneos: quien descarga la obra para verla hasta aprenderla de memoria, quien se sirve de ella en archivo para manipularla en un ejercicio de montaje, quien simplemente la descarga con fines estratégicos pedagógicos o quien decide verla por fragmentos sin acabarla. No hay que ser experto. Éstos son sólo algunos entre tantos otros usos que no alcanzamos a imaginar.
Entonces, el mundo del arte y en particular del cine –que es el que nos preocupa- se sugiere como una colección interminable, desestructurada y multiforme de imágenes, de textos sobre ellas y de apropiaciones diversas en las que cada obra traza su propia línea de multiplicación y devenir. De acuerdo con ello, “resulta adecuado que queramos desarrollar una poética, una estética y una ética de esta base de datos” (Manovich, 2005, p. 285). Nuestro deseo apunta en el sentido de llamar la atención ya no sobre una poética de la virtualidad de la obra cinematográfica, sino más bien sobre una juridicidad del cine apoyada en una nueva ontología técnica del medio.
Pensada así, la nueva situación de la obra en relación a las estrategias de su exhibición y distribución, el problema de su puesta en contacto con su público tentativo supone una reformulación del asunto del acceso. La sustancia del problema se desplaza de la disponibilidad material y espacial de la obra en relación a su público a un asunto de rastreo y de ubicación de la información en la red. Es decir, pasamos de las estrategias comerciales de distribución a las informáticas del rastreo de los datos.

A finales del siglo XX, el problema no era crear un objeto de los nuevos medios, pongamos una imagen, sino cómo encontrar ese objeto que ya existe en alguna parte. Si queremos una imagen determinada, hay posibilidades de que ya exista: pero puede resultar más fácil crearla desde cero que encontrarla (Manovich, 2005, p. 80).

De ahí la importancia de los buscadores de datos como herramientas indispensables para el desempeño de las labores más elementales en Internet. Las nuevas tecnologías suponen la distribución de los datos con suma eficacia, libre de las limitaciones espaciales que representan las formas analógicas. Y esto se debe a una razón técnica fundamental, mientras la fotografía y el cine son soportes transportables, la información digital es transmisible. Toda forma de la imagen que sea digitalizada gozará de esta facultad de transmisión. Los datos digitales, por la conectividad de la Web, son transmisibles. Con la digitalización de la información, la transmisión del mensaje puede hacerse de manera inmediata y sin los obstáculos materiales que significa el transporte.
El mensaje análogo debe ser transportado, y tal acto reclama cierta disposición de las energías de distribución en el tiempo y el espacio. Es decir, entre la emisión del mensaje, su reproducción y su distribución-transporte existe un conjunto de intervalos de tiempo, a la vez que la presencia ineluctable del espacio, que hacen que la difusión del mensaje sea aún indirecta. Hay una cierta mediación espacio-temporal entre la emisión del mensaje y su recepción dado que la información análoga debe ser transportada a través del espacio en un determinado lapso de tiempo. Mientras el soporte material de la imagen análoga debe ser desplazado en el espacio, la información digital posee la capacidad de extenderse en el espacio sin reclamar mediación temporal alguna. El espacio ha desaparecido por completo y las velocidades de distribución han aumentado a tal grado que las distancias tienden a desaparecer. De ahí el famosísimo término, estética de la desaparición, acuñado por Paul Virilio.

A la estética de la aparición de los objetos o de las personas que se destacan en el horizonte aparente de la unidad de tiempo y de lugar de la perspectiva clásica, se agrega la estética de la desaparición de personajes lejanos que surgen en la ausencia de horizonte de la pantalla catódica, en donde la unidad de tiempo prevalece sobre la del lugar del encuentro: la perspectiva del tiempo real de la gran óptica reemplaza definitivamente las performances de la pequeña óptica del espacio real (Virilio, 1997, p. 54).

Esta pérdida del espacio derivada de la condición de base de las tecnologías digitales nos instala en un panorama de reformulación del estatuto de la obra de arte y de sus relaciones de uso con la vida social de los hombres . Esto es: la caracterización benjaminiana de la pérdida del aura se intensifica por esta transformación espacial. Como muy bien lo había señalado el autor del Libro de los pasajes, la pérdida del aura de la obra de arte significa una reformulación de las relaciones espaciales con ella. El aura de la obra clásica siempre trae consigo una distancia insuperable. Una obra aurática es inalcanzable en cuanto irreproducible técnicamente y a la vez en tanto inaprensible por el sujeto de la experiencia estética. Mientras la escultura en el templo tiene su aquí y su ahora, la imagen cinematográfica, o el video digital de la misma escultura, le otorgan el don de la ubicuidad y por tanto atentan contra su singularidad. Las palabras de Benjamin sobre el asunto se hacen urgentes.

Definiremos esta última –el aura- como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es respirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanía, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción (Benjamin, 1973, pp. 24-25).

Como ya lo habíamos señalado siguiendo a Benjamin, la pérdida del aura por efecto de esta ampliación de la presencia de la obra en la era de su reproductibilidad técnica, representa su puesta en contacto con ese nuevo sujeto histórico de la modernidad que es la masa. De ahí que, con la nueva transformación que significan las formas digitales en la red que permiten que la imagen no sólo sea transportable sino además trasnmisible, la relación directa con la masa sea infinitamente más intensa. Lo que significa que la obra adquiere de una forma aún más significativa una función política. Con lo digital, la obra y la masa se hacen cosustanciales tanto como el arte y la política. Con su reproductibilidad y transmisibilidad, el archivo digital es archivo en la masa. La digitalización de la imagen tritura el aura, pero, al mismo tiempo, acentúa el carácter político de la obra de arte al acercarla a la masa como un archivo transmisible. Ya no hay que esperar a que la obra cinematográfica llegue hasta las salas de cine de nuestra ciudad para verla, basta con desarrollar una mínima habilidad en la búsqueda de archivos de datos para poseer el archivo de tal o cual película. Ya no hay excusa para que el cinéfilo no devenga un erudito, del mismo modo en que resulta inaceptable la descripción de los efectos de un film según la cínica caracterización de un arte para el mero divertimento y la distracción. Cada imagen tiene un potencial de expansión generalizada, lo que es, un amplio potencial político que le es técnicamente natural –sea tanto al servicio del Estado y del sistema como en su contra-. Con la pérdida del espacio en la transmisibilidad de los datos digitalizados, la mutación de la política cierra el giro iniciado con la transformación de la técnica durante el siglo XIX.
A la figura del flaneur que transita según recorridos inéditos para establecer una experiencia multiforme de la ciudad del siglo XIX, la cultura digital superpone una nueva figura: el flaneur de los datos, que recorre la red saltando links e hipervínculos en trazados sumamente diversos. El flaneur ya no se pierde en la masa, sino en el mundo virtual saltando de conexión en conexión y experimentando sin el respeto a un trazado previo o modelador. Así, de dato en dato. Es decir, y esto es definitivo, la proximidad espacial y temporal que facilitan las tecnologías de la teletransmisión de datos estimula el crecimiento de miles de opciones de recorridos y de usos. La era digital es la era de la multiplicación de los usos. En este caso, de los usos de la obra cinematográfica. Por su propia naturaleza técnica, lo digital no cesa de multiplicarse en su funcionalidad y esta ploriferación expresa su potencial político. Se trata, entonces, de una tecnología de la diferencia, de la producción de la diferencia. O, dicho en otros términos, de la pérdida de las identidades, de la multiplicación y desustancialización positiva de la obra de arte. Y esto significa algo sumamente importante para el cine: cuando un joven realizador de cine o un amante de los filmes se encuentran ante el gran cúmulo de cinematografías del mundo entero a su disposición en la red, no sólo su bagaje cinematográfico se amplía, sino que la noción misma del cine se multiplica. Pensemos, por dar sólo un ejemplo, en este estudiante de escuela que tiene la opción de ver a diario cine de Apichatpong Weerasethakul, de Lucrecia Martel, de Albert Serra o de Atom Egoyan y no simplemente la oferta de del monopolio de exhibidores que agobia su pequeña ciudad del terecer mundo. Para él, como para cualquier interesado, el cine se multiplica, se abre a sus posibilidades. Lo que significa que, igual que el flaneur digital, se lanza a trazados multiformes. El cine, en tanto expresión artística, se abre a un porvenir formal cargado de referencias de múltiples nacionalidades, herederas de diversas tradiciones para deshacer su identidad sustancial como lenguaje. Hay una sesación que queda tras entrar en contacto con cinematografías diversas dadas las opciones que ofrecen las tecnologías digitales en la red: se trata de la sensación de que el cine está por ser inventado, de que no hay cine, sino cinematografías, siempre en crecimiento. En la era de su reproducción y exhibición digital el cine se ha abierto más intensamente que nunca a sus devenires. No sólo la obra cinematográfica ha cambiado su función social, sino que el cine como expresión artística ve reformulada sus propias formas poéticas y su lenguaje. En este orden de ideas, en un sentido ontológico más que simplemente material, el cine se virtualiza. En la era digital el cine se abre a sus virtualidades. Así, en estas condiciones, mejor que nunca, se hacen significativas las palabras de Alain Badiou en torno al cine:

Así como hay poesía sólo en la medida en que primero hay poemas, del mismo modo sólo hay cine en la medida que hay filmes. Y un filme no es la realización de las categorías incluso materiales, que en él se suponen: categorías como imagen, movimiento, marco, fuera de campo, textura, color, texto y así sucesivamente. Un filme es una singularidad operatoria, ella misma captada en un proceso masivo de una configuración de arte. Un filme es un punto-sujeto para una configuración (Badiou, 2005, p. 19).

No hay cine en abstracto, sólo singularidades que materializan devenires y, con las tecnologías digitales de distribución de las películas, estos devenires se han liberado, en el uso, de las ataduras técnicas del celuloide. Las posibilidades de experimentación cinematográfica se enriquecen por la diversificación de los usos de los filmes y por la multiplicación de las referencias. Pero, así mismo, el elemento jurídico se esmera anacronicamente por detener esta aceleración atentando contra las posibilidades del cine mismo.

A medida que la importanción de la apropiación como estrategia artística fue creciendo, las leyes de propiedad intelectual y de acceso a materiales ya existentes se hicieron más y más restrictivas. En las décadas de 1990 y 200, los estudios cinematográficos, la industria discográfica y demás titulares de derechos de autor observaron con preocupación cómo se copiaban y se distribuían sin autorización sus activos. A través de grupos de presión consiguieron ampliar el alcance de sus derechos, así como ilegalizar todo intento de burlar las medidas de seguridad (por ejemplo, el sistema encriptadio de un DVD). Las propias campañas han desatado una agresiva campaña de lucha contra la violación de los derechos de autor, en el transcurso de la cual han recurrido a las demandas judiciales contra particulares que compartían ilegalmente su música a través de Internet (Tribe & Jana, 1998, p. 14).

Una vez más en la historia de la vida moderna, la legalidad se empeña en enfrentarse a los devenires de la vida espiritual de los hombres. En este caso, se trata del conservadurismo de la teología jurídica del autor.
Nos enfrentamos así a una transformación definitiva del estatuto de la obra cinematográfica ya presagiado desde hace un buen tiempo por la combulsionada vida de las artes plásticas desde las primeras vanguardias del siglo XX. En su libro Postproducción, Nicolas Bourriaud (Bourriaud, 2009) realiza el efuerzo por pensar la magnitud de la transformación ocasionada en el ámbito del arte por la aparición de internet y las nuevas redes sociales y de producción que ello entraña. Sirviéndonos de esto, intentaremos concentrarnos en el caso cinematográfico. En este sentido, las nuevas formas de sociabilidad que entraña la aparición de la red, arrastran consigo nuevas formas de la vida social del arte. Nueva función que, como hemos dicho, parte del presupuesto de la aniquilación del aura de la obra por efecto de su acercamiento en cuanto transmisible. Y esto, este acercamiento a domicilio, hace ahora de las obras, más que objetos de contemplación al modo de la obra en el museo, artículos de apropiación. La obra de arte almacenada en la red es un artículo apropiable por quien sepa dar con ella en el amplio escenario acumulativo online. Y, en la apropiación, a diferencia de la exhibición en físico, la obra se abre a una multiplicidad de usos y estrategias creativas.
Desde los primeros ready-made de Marcel Duchamp la apropiación irrumpió en el campo del arte como un acto creativo. La obra ya no es tanto el producto de una acción plástica productiva, sino, más bien, un apropiación de un objeto existente con anterioridad. No obstante, el ready-made sería sólo un presagio de lo que con la consolidación de las relaciones sociales en la web sería el pan de cada día del arte de las últimas dos décadas. Desde el arte pop hasta el uso de imágenes de archivo en el video-arte contemporáneo, el arte de nuestros días se entiende a sí mismo como un reciclador de formas ya existentes. Esto significa que a nivel general, tanto en las artes plásticas como en el campo de los archivos digitales de cualquier procedencia, se impone una nueva actitud en relación al patrimonio artístico e intelectual de las formas de expresión espiritual de los hombres. La obra en línea se ofrece como patrimonio de la humanidad, como dispuesta a apropiación y, por tanto, la metafísica de la originalidad cede. Todos estos usos diversos de apropiación “Atestiguan una voluntad de inscribir la obra de arte en el interior de una red de signos y de significaciones, en lugar de considerarla como una forma autóma u original” (Bourriaud, 2009, p. 13). El imaginario romántico en torno a la obra como el producto original de la genialidad subjetiva de aquel privilegiado de la naturaleza, como definiría Kant al genio, es rebocado por la nueva condición técnica del arte. El acto creativo, el uso de la obra, varios aspectos reformulados. Pero, entre ellos, hay uno que nos interesa: el relativo a la autoría.
Aunque son considerablemente escasos los ejemplos cinematográficos de apropiación directa de imágenes fílmicas del pasado en filmes actuales , la aglomeración exorbitante de obras a disposición de los usuarios de la red estimula la sensación de diálogo entre las películas, de silenciosa afectación histórica entre los autores y las experimentaciones fílmicas. De tal manera que se deja entrever que en cada obra fílmica palpita silenciosa la historia entrera del cine. Y no por un asunto de citación y referencias entre autores, sino por el influjo natural del pasado del arte sobre cada obra, incluso la de mayor ruptura. De alguna manera, la historia es la historia de las apropiaciones de los estilos y las estrategias estéticas. Sin embargo, es justo en las condiciones técnicas que ofrecen las tecnologías digitales que esto se hace particularmente patente. Las tecnologías digitales reformulan nuestra idea de lo que significa pensar y crear. Emerge entonces a la superficie, al menos como una sensación, lo falaz de la autoría excluyente y aislada del genio individual. Tenemos, por ejemplo, la cita que realiza Tsai Ming-Liang de Truffaut cuando nos deja ver una extensa secuencia de Los 400 Golpes como una apropiación en su largometraje Y aquí qué hora es? Pero, tal vez el ejemplo más significativo de esta actitud apropiativa del pasado en función de la producción de obra, se encuentre en Historias (s) del Cine de Jean-Luc Godard. Se trata de un ensayo fílmico en el que através de múltiples fragmentos de obras cinematográficas de la historia, Godard pone en diálogo, en una especie de polifonía, los films con su historia, que no es otra que la de los demás filmes de la historia. De tal suerte que cada obra, puesta en relación con gran parte del acumulado general del cine mundial, es expuesta como efecto de fuerzas colectivas actuantes. Fuerzas colectivas que no se reducen al staff de realización, sino que se remontan al pasado, a la historia. Cada película es el efecto del trabajo de la historia en general, en toda la heterogeneidad de su influyente herencia. Así, aunque resultan inconfundibles los estilos de Eric Rhomer, Abbas Kiarostami o Scorcesse, la puesta en diálogo godardiana nos obliga a ver la obra más allá de los límites de la autoría. Nos obliga a ver hacia atrás, hacia la historia, hacia el intelecto general que es la historia. De tal suerte que tras ese aparente punto fijo que es el autor, aparece la imagen fantasmal pero poderosa del pensamiento cinematográfico en toda su imponencia .
Ocurre entonces que por el propio soporte técnico-material del arte actual, los usos de las obras se encuentran fuera de control que parten del principio que las obras le pertenecen a todos, no son propiedad de nadie y la autoría se dice ahora en un sentido sumamente distinto a la figura poético jurídica del autor burgués.

La supremacía de las culturas de la apropiación y del reprocesamiento de las formasintroduce a una moral: las obras pertenecen a todo el mundo, parafraseando a Philipe Thomas. El arte contemporáneo tiende a abolir la propiedad de las formas, en todo caso perturba sus antiguas jurisprudencias ¿Nos dirigiríamos hacia una cultura que abandonaría el copyrigth en beneficio de una gestión del derecho de acceso a las obra, hacia una especie de esbozo del comunismo de las formas? (Bourriaud, 2009, p. 39).

La transformación material que significan las tecnologías digitales establece la base misma para el sabotage práctico de la autoría. Desde el especialista que descarga filmes con una finalidad cinéfila o pedagógica, hasta el espectador desprevenido que ve sólo fragmentos subidos a Youtube, o el pirata que se apropia de las imánegenes de la película para ofrecer su propio montaje o su propio fan-trailes, todos y cada uno es expresión de las condiciones materiales de su experiencia histórica de las imágenes: pirateo, sabotage, apropiación, collage. Ahora, cuando la obra sirve para usos heterogéneos más que opera como objeto de contemplación, la discusión debe ser asumida en todo su espesor. No sólo desde la perspectiva teórica, sino desde la praxis misma del derecho. En la era de la sobreabundancia de obra y de las estrategias de su consecusión, el dispositivo legal se ofrece torpe y anacrónico en relación a la forma histórica del arte y del pensamiento de la vida social de nuestras culturas tardo-modernas. Sólo cuando entendamos la magnitud de la transformación material que entrañan las tecnologías digitales y su puesta en relación en Internet veremos con desdén situaciones como a la que se vio expuesto Joel Tenembaum y lo veremos a él y a los muchos otros que a lo largo del mundo entero están corriendo su misma suerte, como mártires de un suplicio ocasionado por ceguera ante el presente material de nuestra existencia.