lunes, 20 de julio de 2009

SOBRE LO QUE PUEDE LLEGAR A SER EL CINE Y AÚN NO ES EL HOMBRE


Por:Juan David Cárdenas
Aunque es usual asociar el componente experimental de la ciencia moderna con el éxito histórico que significó su establecimiento como modelo del pensamiento desde el siglo XVII, hay aún aspectos de este componente que permanecen en la oscuridad. Se mantiene todavía en la penumbra un conjunto de rasgos de la ciencia experimental y, más precisamente, del experimento científico, que servirían para hacer aún mayor claridad sobre la contundencia con la que se impuso esta manera de pensar desde la modernidad temprana hasta nuestros días. Acá nos concentraremos en el elemento lúdico indisociable de la práctica experimental, lo que nos arrojará luces sobre las posibilidades técnicas y, sobretodo, estéticas del cine. En su artículo “El experimento como espectáculo”, Robien E. Rider nos ofrece un abordaje inusual pero refrescante al asunto del experimento científico en la naciente ciencia moderna. Señala que aunque evidentemente la ciencia experimental cimenta sus raíces sobre la necesidad de superar la magia natural propia de la práctica pre-científica del renacimiento, hay más hilos comunicantes entre ambas de lo que al científico moderno le gustaría aceptar. El mago renacentista y el científico experimental moderno no son tan antagónicos, por lo menos en lo que respecta a su relación con el experimento. Ambos acuden a las fuerzas de la naturaleza en busca de novedosos efectos. Tanto el mago como el científico reconocen los poderes ocultos de la naturaleza con el fin de apropiárselos siempre con miras a producir efectos prodigiosos y visiones inusuales. Es decir, los dos tienen el poder de conducir a la naturaleza para que nos muestre la magia que se esconde bajo sus fenómenos más evidentes. De allí el poder lúdico y hasta pedagógico del experimento. Hay una magia, un poder seductor, del experimento como aquel mecanismo por el que la naturaleza nos muestra lo que habitualmente oculta. Bien sea bajo la concepción causal de una naturaleza que procede por las leyes que sólo el científico conoce, o de acuerdo con el imaginario de una naturaleza oscura que revela sus secretos al mago que asombra por procedimientos que rayan en el milagro, tanto uno como otro tiene el poder de transformar a la naturaleza en lo que ella usualmente no es, y esto, gracias a las fuerzas mismas que habitan en el mundo. El científico y el mago ven aquello que aunque está allí, es invisible a nuestra mirada inexperta. En el experimento, a la vez que en la magia, la actividad de la naturaleza hace visible las fuerzas extraordinarias que usualmente pasan desapercibidas para el ojo. Y es justo en esta zona gris, entre la ciencia y la magia, entre la técnica y el arte, que el cine asienta su poder. Recordemos cuanto debe el cine en sus orígenes a la búsqueda científica de una síntesis del movimiento. Primero, claro, soportado todo en el ingenioso invento de Daguerre que permitía captar imágenes del mundo por medio del efecto de la luz sobre una placa fotosensible: la fotografía. Y, añadido a esto, los intentos por ofrecer una descomposición lo suficientemente rigurosa del movimiento como para dar con una síntesis científica de su dinámica. Muybridge, Marey, Eastman, todos ellos empeñados en un mismo sentido, a saber, construir un dispositivo técnico lo suficientemente ingenioso como para ofrecernos la perfecta fragmentación del movimiento en unidades uniformes. Al igual que en los ejercicios mentales que hace el físico al descomponer el movimiento, estos investigadores apuntan a la fragmentación real, ya no mental, del movimiento de los cuerpos. Es decir, no buscaban otra cosa que la descomposición real del movimiento que la física moderna ya había logrado sobre el papel. El cine como soporte técnico consumaría el análisis del movimiento cuyos antecedentes más eminentes serían son con seguridad Descartes, Galileo y Newton. En una clara conciencia de esta deuda que el cine tiene con la ciencia, Andrè Bazin, en su “Ontología de la imagen fotográfica”, parte de la naturaleza técnica del cine y la fotografía para establecer su campo de eficacia como artes. El cine, como dispositivo puramente mecánico –fotoquímico- de obtención de las imágenes, encontraría en esta condición técnica el material para alcanzar las posibilidades de su más alto destino estético. La fotografía y el cine gozan –dice Bazin- de la ausencia de intervención subjetiva en la obtención de sus imágenes. Quien toma la imagen es la cámara, el dispositivo técnico, y sólo en segunda instancia interviene la subjetividad de un agente espiritual. El cine es un mecanismo automático de obtención de imágenes del mundo caracterizado por un riguroso automatismo mecánico. El cine es el primer arte de las imágenes que se funda sobre la ausencia del hombre, esto es, sobre el automatismo mecánico de un dispositivo no-humano de producción de imágenes. Por primera vez –dice Bazin- entre el mundo y las imágenes que buscan representarlo, no se interpone un hombre, sino un objeto, una máquina, la cámara. Las imágenes fotográficas y cinematográficas se nos ofrecen como objetos del mundo, a diferencia de una pintura que de inmediato revela la mediación subjetiva de un hombre. De allí que una foto o una secuencia audiovisual puedan tener carácter probatorio en un juicio, pues su contenido pertenece al mundo. Este tipo de imágenes y los objetos se ubican, entonces, al mismo nivel de acuerdo con la naturaleza técnica del dispositivo que las sustenta. Pero, en un giro maravilloso, Bazin produce un salto del pensamiento. Eleva al cine por encima de su anecdótico carácter documental para hacer visible algo infinitamente más potente en él. “Sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor”. La consecuencia inmediata de la búsqueda científica produce el soporte documental más preciso, pero, por ese mismo carácter documental, tal soporte ofrece proyectarse más allá del craso realismo psicológico que se satisface con la reduplicación del mundo en las imágenes al abrir un nuevo espacio de contemplación de lo que nuestra mirada ordinaria pasa por alto por familiaridad o por desatención. El cine tiene el poder de regresarnos al mundo, pero ya no en la actitud combativa e instrumental de la vida ordinaria, sino que, por la espontaneidad de su mecanismo, tiene el poder de liberar a la imagen de la intencionalidad con que nuestro espíritu aborda la realidad. El cine, en su espontaneidad mecánica puede captar y a la vez hacernos visible lo que nuestro ojo desatento suele dejar pasar. Pero no se trata de que alcance un mayor nivel de verdad sobre lo real. No somos lo suficientemente avaros como para que nos preocupe la verdad. Hace rato superamos ese embeleco adolescente por lo verdadero. Más bien, el cine nos hace posible una visión del mundo más potente, más atenta y por tanto enriquecida, es decir, tanto más dispuesta para nuestro amor. En el cine, así como en un experimento, las leyes mecánicas del dispositivo hacen lo suyo, pero a la vez, como en la magia o en la alquimia, permiten la aparición de la maravilla al interior de la naturaleza misma. En todos ellos un cierto dispositivo tiene el poder de expresar la magia que en el mundo habita. Vale la pena tener en cuenta en este punto a Vertov. El entusiasmo de este cineasta por el novedoso dispositivo que significaba el cine no se deja reducir al simple entusiasmo del adepto al futurismo que se embeleza con la tecnología de punta. Para Vertov el mecanismo automático de la cámara tiene el poder de explicar el mundo visible que el ojo desnudo del hombre no puede ver. Parece que el lente sirve de ojo sobrehumano del hombre, o mejor, la cinematografía sería el medio por le cual el hombre podría remontarse por encima de sí hasta alcanzar su sobrehumanidad a través de la mirada. La cámara puede captar y a la vez hacer visible para el hombre la vida entera del mundo, la vida que palpita en los hombres y sus acciones, pero que también despunta en la arquitectura, en las calles y hasta en los más inhóspitos paisajes. El cine, como el microscopio que revela la vida minúscula que nuestro ojo ignora, nos puede hacer visible la intensidad vital que habita en el mundo y que nuestro espíritu ordinario, habituado a servirse meramente de las cosas, está impedido a captar en su actitud siempre pueril. El cine puede, para Vertov, materializar en imágenes la perpetua interacción de las cosas que no se detiene ni en la más apacible quietud. Las máquinas rebosan de vida tanto como el asfalto de las calles o como el miserable que recibe el golpe del sol que lo despierta. Sólo el cine, por la impasibilidad de su lente, por su naturaleza técnica, logra esto. La materia, la carne, la piedra, todas ellas viven ante el lente, posan para él como incesante movimiento que el ojo humano acalla con su vulgar comportamiento desatento. De allí el deseo de Vertov de subir la cámara al automóvil, sobre el caballo, al punto último del edificio más alto, pero a la vez de arrastrarla sobre el piso, de ubicarla por doquier, al derecho y al revés. Pero estos procedimientos no son trucos o falseamientos espectaculares, por el contrario, en ellos el cine expresa sus posibilidades, estas son, las de hacer visible lo que usualmente estamos impedidos para captar en las cosas mismas. El cine tiene el poder de documentar lo que el ojo es incapaz de ver y el espíritu de imaginar. Tras la inercia que captan el ojo y el espíritu, la cámara encuentra la luz de una vida, orgánica o inorgánica, que es la vida misma del universo. Resulta entonces extraño el obstinado deseo de ciertos cineastas de las primeras décadas del siglo pasado que apunta a lograr el ballet mecánico en el cine. Su obsesión por el cine como arte del movimiento los conduce a buscar la forma de obtener el más perfecto ballet: el de la máquina a través de la máquina, el ballet mecánico. De lo que se trata el cine para ellos –pensemos en Epstein, Dullac, L´Herbier, Gance- no es de otra cosa que de intensificar el movimiento mecánico de los cuerpos para expresar la musicalidad de la danza que entre ellos resuena. El cine sería el arte del bailarín, de los cuerpos que danzan y de las máquinas coreográficas. Pero, su búsqueda derivó en un arte abstracto, como les reprocharía Artaud. Su búsqueda del movimiento como danza, de un mundo del baile, los condujo a la abstracción geométrica de figuras que se encadenan en movimientos sofisticados en una epilepsia visual de las figuras, incapaz de afectar al espíritu. La búsqueda del movimiento puramente visual terminó por aniquilar al cine en una inocua musicalidad indeterminada de la materia. Ellos no supieron que el cine desde sus orígenes ya lo era, que era de antemano ese gran ballet mecánico al que apuntaban. Su purismo plástico y geométrico los cegó. El ballet estaba ante ellos, pero no lo supieron apreciar. La mecánica de los movimientos estaba ya ganada, de antemano, por la técnica cinematográfica. Hay allí, desde la primera toma de la historia, el potencial de un intenso automatismo vital y espiritual. Cuando el tren llega a la estación en la famosa imagen cinematográfica de los Lumiere ya se ha realizado el ballet que estos autores buscaban pero que no habían sido aptos para ver. Y lo mejor, esta ganancia significaba a la vez la conversión del mundo mismo en ese maravilloso escenario de danzas y festines móviles. Las calles, los hombres y animales, las plantas y hasta los minerales, todos hechos danzarines a través del lente. Pensemos en Ruttman: Berlín, sinfonía de una gran ciudad. En esta medida, el cine es arte cinético, de los excesos de movimiento de los que es capaz la vida hasta en el más estático de sus episodios -como por ejemplo lo logra magistralmente Ozu-. Arte que por su mecánica espontaneidad puede presentarnos las cosas mismas del mundo en su crasa y física presencia, pero que a la vez nos las ofrece como un maravilloso ballet de vida y movimiento. El ballet de los cuerpos que actúan entre ellos y de los espíritus que viven y sufren tales coreografías. En este sentido, escribir un guión es más coreografiar los cuerpos y las almas que propiamente contar historias. O mejor, toda historia es un ritmo. Así como para el pitagorismo todo es música, para el ojo del lente todo puede llegar a ser incansable y excesivo baile. El cine es un pitagorismo de la técnica. Y no por falseamiento, sino por lo contrario, por la pura austeridad de la contemplación. En lo que se esconde por austeridad late lo que finalmente aparece. Todo ocultar es un mostrar. O como decía Dreyer: lo importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden. Por el distanciamiento mismo que significa la puesta en obra de lo que en la vida cotidiana se ofrece a la mirada, el mundo puede aparecer, sin añadiduras, en la imagen fotográfica, pleno de vitalidad y baile. Sin añadidos ni tratamientos. Así que el problema no es el del respeto al modelo de la naturaleza, sino más bien el de su enriquecimiento. Así, el cine no imita al mundo, por el contrario, lo enriquece, lo lleva hasta su exceso. Dispositivo técnico que aunque nos ofrece el mundo en su pálida operatividad física, puede ofrecernos aún más sin añadir nada. Y por esto mismo, por su inapelable apego al mundo a través de la imagen, el cine puede ser definitivamente un anti-idealismo. Mientras la pintura de un presidente lo idealiza por sublimación, su registro fotográfico lo humaniza al mostrarnos las imperfecciones de su piel y las torpezas de su habla. Paradójicamente, el cine tiene el poder de enriquecer por desidealización. Al profanar embellece. El cine es, desde su base técnica, anti-épico, prosaico. Para él el mundo es, en su modestia, suficiente. Para la imagen cinematográfica devenida arte no se necesita nada exterior para justificar su belleza. Mientras la religión y la filosofía no cesan de buscar el suplemento que explique este mar de suplicios, el cine tiene la facultad de profanar esta actitud. Es técnicamente el soporte de la profanación, del más alto ateísmo, el que cree en este mundo y se aferra como el único posible y, peor aún, como el único deseable. El cine lo posee todo para fundar sobre sí una estética de la crueldad. A la indigestión que el teólogo y el racionalista sienten con el mundo que se les ofrece a los sentidos, el cine responde con una refinada y silenciosa rítmica de las imágenes, los cuerpos y las almas que el lente en su automatismo capta para que aquel que quiera dejarse invitar a este viaje por encima de su propia humanidad sensible. En esto consiste la última potencia de su carácter documental, incluso en la ficción. Ahora bien, aunque el cine tenga estas facultades no quiere decir que las utilice. Así como Heidegger anuncia que la capacidad del hombre de pensar no indica que aún haya pensado, podemos decir que lo mismo ocurre con el cine. Aunque en él estén las potencias que permiten elevar al mundo, sin añadiduras arbitrarias, al mágico nivel de la coreografía circense, esto no quiere decir que aún entendamos de qué se trata esto. El que podamos ver no quiere decir que alguna vez lo hayamos hecho en sentido propio o que tan siquiera entendamos de qué se trata.

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