domingo, 13 de febrero de 2011

LO DIGITAL ENTERPELA A LO JURÍDICO: EL CASO CINEMATOGRÁFICO.

Por: Juan David Cárdenas.

A mediados del 2009 Joel Tenenbaum, estudiante del doctorado en física de la Universidad de Boston, protagonizó el que ha sido probablemente el juicio por violación de derechos de autor más sonado de los últimos años. Caso que nos recuerda querellas jurídicas como la que enfrentó a dos gigantes del peso de Metallica y Napster. Desde el 2005 él fue notificado de una demanda en su contra por descargar y compartir aproximadamente 30 canciones a través de los servicios de almacenamiento y distribución gratuita de archivos que ofrece la red.
Lo que empezó como una notificación intrascendente se fue convirtiendo con el tiempo en una demanda millonaria. Ya para el 2007, cinco casas disqueras se unieron para dar la batalla legal contra este hombre del común. Al enterarse del caso, el profesor de Derecho de la universidad de Harvard, Charles Nesson, y un puñado de sus estudiantes, asumen la defensa de Tenenbaum en una clara actitud de descontento hacia las formas legales que hacen posibles este tipo de demandas. Finalmente, el jurado obligó a Tenenbaum a pagar la suma de 675 mil dólares en total –unos 22 mil quinientos por canción-. No hubo figura jurídica que defendiera el uso que hacía este hombre de los datos a través de la red.
Pero, aquí no nos interesa tanto ocuparnos de la filigrana del caso jurídico, como el reconocimiento de un hecho que, aunque evidente, parece desatendido en el ámbito de la producción intelectual en torno a las nuevas tecnologías. Nos referimos a que la transformación material de los medios de producción y almacenamiento de la información siembra la semilla de nuevas formas de uso de estos materiales. Formas que reclaman nuevas figuras jurídicas que sean sensibles a esta generalizada mutación. O mejor, para formularlo en términos más técnicos, así como Marx reconoció que la transformación material que se encuentra en la base histórica del capitalismo, con la aparición de las máquinas y su subsecuente concentración en la fábrica, viene acompañada de la transformación jurídica que legaliza la propiedad privada; nosotros insistiremos que el cambio tecnológico y social que significa la digitalización de las obras de arte –y en particular nos interesa la obra cinematográfica- obliga a una transformación jurídica que no se ve venir. En suma, nuevas condiciones materiales arrastran consigo nuevas formas del uso, que a su vez, reclaman una nueva sensibilidad jurídica. Sin embargo, parece que los teóricos pasan por alto esta urgencia. Es decir, aunque es posible reconocer una actitud activa de varios sectores en relación a la tensión en torno al asunto de los derechos de autor tanto al nivel de las acciones concretas de ciertos colectivos y personalidades, como incluso de académicos y estudiosos, no se ha reparado mucho en la relación de inmanencia que existe entre la actualidad de esta disputa y la emergencia de las nuevas tecnologías digitales . Nuestro aporte apunta en esta dirección, a saber, a establecer los vínculos de necesidad que se tejen entre la urgencia histórica de repensar la legalidad a propósito de los derechos de autor y la emergencia histórica de una nueva plataforma material, la digital, de producción y distribución de las obras.
El conocido libro de Lev Manovich (Manovich, 2005) dedicado a los nuevos medios nos sirve de recurso de ilustración de la desatención que se pueden tejer entre la transformación material que significan las nuevas tecnologías digitales y la urgencia de una concomitante transformación legal. Se trata de un juicioso texto que parte del análisis de la transformación técnica que representa el paso de las imágenes análogas a las digitales y, partiendo de ello, se lanza a pensar las nuevas posibilidades de producción de obra en un mundo digitalizado. Es decir, la reflexión se concentra en las transformaciones al nivel de la producción de obra en la era digital, pero desatiende un elemento acompañante pero decisivo, a saber, las nuevas formas de distribución y de acceso a las obras. Elemento que interpela, como veremos, la juridicidad vigente en torno a la obra y a los derechos de autor.
Si nos concentramos, por ejemplo, en el análisis que Manovich hace de las consecuencias que la digitalización de la imagen cinematográfica ha desencadenado en el cine, podremos ver lo parcializado de su estudio. Él, de una manera muy acertada, asegura que el cine ha sido redefinido por las tecnologías digitales, pues, fundamentalmente, éste ha dejado de ser un mero registro mecánico de la relación entre los objetos y la luz, al modo de la cinematografía análoga, para devenir más bien una especie de híbrido entre el registro técnico y una especie de pintura con pincel electrónico. Pincel que, en este caso, sería el software de tratamiento de la imagen al modo de After Efects. Los rasgos más visibles de esta transformación se expresan para Manovich al nivel de las nuevas formas de producción e intervención de la imagen cinematográfica digital. En sus propias palabras: “Un signo visible de este cambio es el nuevo papel que los efectos especiales creados por ordenador han pasado a desempeñar en la industria de Hollywood de los noventa” (Manovich, 2005, p. 374) . Siguiendo esta formulación, en el texto se afirma una serie de principios característicos de lo digital por oposición a las tecnologías analógicas. Principios que van desde la simulación de espacios y lugares por la animación en 3D, lo que significa una desvinculación de la imagen videográfica de la realidad, hasta la indistinción actual entre montaje y efectos especiales –lo cual era sumamente diferente en el soporte análogo-. Así, Manovich llega a la siguiente afirmación:

Dados los anteriores principios –expuestos acá de manera bastante sumaria-, podemos definir el cine digital de esta manera: cine digital = material de acción real + pintura + procesamiento de imagen + composición + animación 2D por ordenador + animación 3D por ordenador (Manovich, 2005, pp. 375-376) .

Es claro de qué manera hay un énfasis en la transformación de los procedimientos de obtención-producción y de manipulación de la imagen y, en consecuencia, del estatuto de su relación con la realidad y la fantasía. Con el cine digital la imagen fílmica se aproxima a la pintura , algo sumamente diferente a lo que ocurre con la cinematografía análoga. De allí que Manovich considere que todos los esfuerzos de las vanguardias por intervenir la imagen fotográfica y cinematográfica analógica por medio de recursos como el collage y el fotomontaje, encuentran en las tecnologías digitales su forma más elaborada.

Un efecto general de la revolución digital es que las estrategias de la estética de vanguardia pasaron a ser incluidas en los comandos y las metáforas de interfaz de los programas de ordenador. En definitiva, la vanguardia acabó materializándose en el ordenador (Manovich, 2005, p. 381).

De acuerdo con este diagnóstico, tenemos una caracterización positiva de las nuevas imágenes digitales en relación a las antiguas análogas. Aunque sumamente esclarecedor y pertinente, el contenido de este diagnóstico nos resulta aún demasiado sesgado, pues, aunque introduce variables definitivas en relación a la producción e intervención de la imagen digital, pasa por alto una serie de elementos relativos a las nuevas formas de distribución de este tipo de material. Nuevas formas que se expresan en usos inéditos de las obras cinematográficas que interpelan los presupuestos jurídicos y políticos de nuestras sociedades tardo-modernas.
Con el deseo de superar este sesgo, intentaremos establecer una serie de aspectos técnicos definitorios de la imagen cinematográfica en la era digital para hacer visibles las condiciones políticas de estos nuevos usos de las obras. Para ello, debemos establecer un diálogo con las anteriores tecnologías analógicas. Diálogo que hará brillar ciertos aspectos aún opacos de esta transformación.



Lo análogo: masa y autoría.
Cuando Walter Benjamin problematiza el asunto del arte con la aparición de los mecanismos técnicos de reproducción de la imagen, establece una serie de principios que delimitan el espacio político y artístico moderno en un claro contraste con la tradición clásica. La conquista de la técnica por el arte significa un cambio irreversible en el carácter de la obra. Cambio que Benjamin resumen en su ya conocida formulación de la pérdida del Aura (Benjamin, p. 1973): dada la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la distinción entre el original y la copia, tan cara a la tradición clásica, se desvanece. Mientras podemos distinguir un original de Velásquez de sus copias y falsificaciones, jamás podremos siquiera suponer esta posibilidad con una fotografía o con una obra cinematográfica. “Del aura no hay copia” (Benjamin, 1973, p. 36). Todas las copias de una foto o de un film detentan el mismo estatuto dada su naturaleza técnica. Esto significa que, con la irrupción de la técnica en el ámbito de la imagen, la distinción entre original y copia se ha hecho histórica y materialmente improcedente. Así mismo, con la pérdida de la singularidad del original, dice Benjamin, ésta ha perdido su autoridad. La obra singular e irrepetible ha dejado de ser tal y ha dado paso a un nuevo tipo de experiencia estética. Mientras el cuadro original o el templo inimitable convocan a la tradición en torno suyo en la experiencia de su aquí y su ahora, un film americano puede ser proyectado en simultáneo en Berlín, París y Sudán. El carácter vinculante de la obra, aquello que convoca a un pueblo y su tradición en torno suyo, ha cedido su lugar a favor de un nuevo tipo de arte, de un arte de masas . El arte, en la época de su reproductibilidad técnica, ha transformado así su función social. Ha dejado de ser un arte ritual para convertirse en un arte de masas, lo que es, en un arte político. Ya lo decía Walter Benjamin a propósito de la fotografía. Hay una función social nueva de la imagen por la aparición de la fotografía: “Traer más cerca de nosotros las cosas (o, más bien, de las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier situación reproduciéndolo)” (Benjamin, 2008, p. 42). La superación de lo irrepetible y el acercamiento de la imagen a las masas son un efecto privativo de un arte mecánico. Por el contrario, el arte premoderno, anclado a la díada original/copia, es irrepetible, distante y selectivo, en tanto no se acerca a las masas, sino que espera en su singular aquí y ahora. No puedo transportar la pirámides de Egipto, pero sí puedo cargar en el bolsillo su fotografía. De ahí que, en la imagen fotográfica, ellas pierdan algo de su aura, pero ganen en acercamiento a las masas. Y es aquí, en el elemento de aproximación de la obra a las masas, donde se juega el quid de nuestra preocupación. La función social del arte desde mediados del siglo XIX, producto de su reproductibilidad técnica, no se justifica ya por su relación con la belleza ni con la verdad, no se justifica ya por su carácter ritual, sino por su relación positiva con las masas, por su carácter de arte de masas. Benjamin lo formula en los siguientes términos:

En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual, aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política (Benjamin, 1973, pp. 27-28).

Así, la justificación del arte en estas condiciones es política en tanto su carácter técnico supone en simultáneo su relación mediata o inmediata con las masas .
Acompañando a la politización del arte por su tecnificación, Benjamin señala de paso otro aspecto que trasmuta en el ámbito del arte. Aspecto que resulta definitivo para nuestras preocupaciones y sobre el que intentaremos adentrarnos. Se trata de lo inapropiado de evaluar las formas del arte reproducible técnicamente según las categorías de un arte pretérito. Benjamin denuncia el uso incontrolado de conceptos heredados que resultan inconsecuentes con las nuevas prácticas del arte técnico. Entre estas categorías incluye la de genialidad (Benjamin, 1973, p. 18). Cuando la imagen es producida por un mecanismo, como por ejemplo lo es la cámara, la noción del genio tras la obra debe ser reformulada. La fascinación de la modernidad temprana y sobre todo del romanticismo por la categoría autor-genio, debe ser repensada de acuerdo con las condiciones técnicas que imponen el cine y la fotografía. De ahí el malestar que sentía, por ejemplo Baudelaire, frente a la fotografía como arte, pues, para él, era una contradicción desde su base la posibilidad de un arte técnico (Baudelaire, 1996, pp. 131-133). No era posible sostener un arte técnico, exacto –como lo llamaba el poeta-, y a la vez espiritual, es decir, humano. No es posible un arte cuyo autor sea, en cierto sentido, un mecanismo. Y es aquí donde llamamos la atención. Dada su naturaleza técnica, el arte reproducible obliga a reformular el asunto de la autoría. Como muy bien lo intuye Andrè Bazin a propósito de la fotografía:

Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a la presencia del hombre. (…) Por primera vez una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor (Bazin, 2006, pp. 26-28).

No afirmamos en el mismo sentido la autoría del pintor que la del fotógrafo o la del camarógrafo de cine. Es decir, la categoría autor es inmediatamente reformulada de acuerdo con la transformación material que representa el dispositivo técnico de producción y reproducción de la imagen. Como lo asegura Jean-Marie Schaeffer (Schaeffer, 1990, pp. 116-156), la fotografía nos permite emanciparnos de la ontología dominante del arte como una actividad productiva autoral. Ya no actúa tanto, por lo menos no en primera instancia, la imaginación creativa del autor, sino, por el contrario, el determinismo técnico del dispositivo mecánico. Así, las artes mecánicas obligan a repensar la categoría estético-jurídica de autor. Reflexión de la que el derecho se abstrae por conservadurismo económico, lo que es, por sus clarísimos vínculos de complicidad con el sistema de producción en la era nuestra sociedad espectacular.
Hemos visto hasta el momento, de qué manera la transformación técnica trasladada al ámbito del arte significa una doble mutación. Por un lado, representa el cambio de la función social de la obra que pierde su valor cultual y adquiere un nuevo carácter al devenir arte de masas. Por otro lado, pero también derivado de la irrupción de la técnica en el campo del arte, hemos intentado mostrar de qué manera la categoría moderna de autor exige una reformulación en el contexto de las artes técnicas como el cine y la fotografía. Sea como sea, en ambos casos, en el devenir masivo o en la reformulación de la categoría autor, el asunto se orienta en un sentido jurídico político. El carácter de la obra, su sentido social y la legalidad que la rodea, presionan. Ahora bien, con la transformación reciente que significan las tecnologías digitales, dicha presión se concentra e intensifica. Se concentra, como intentaremos mostrar, en cuanto el doble elemento de la masa y de la autoría se vincula en un mismo movimiento y, por otro lado, se intensifica, en cuanto lo digital alimenta la emergencia de usos incontrolables que se extienden a lo largo de una sociedad global y que interpelan desde lo concreto de la praxis la juridicidad vigente.

Lo digital: una nueva política para la masa tardo moderna.
Con la aparición reciente de las tecnologías digitales y de la World Wide Web, han sido muchos los teóricos que se han lanzado a pensar las transformaciones que esto significa para la obra de arte y para el arte en general. Particularmente en el campo de la imagen digital, de la fotografía y del cine, la producción teórica ha reconocido en este acontecimiento un gran estímulo. Sin embargo, como señalábamos líneas arriba, los análisis se concentran mayoritariamente en lo relativo a las nuevas posibilidades de manipulación de la imagen y de producción de obras, lo cual es claramente urgente de ser pensado, pero resulta insuficiente y hasta absorbente en relación a otras aristas del problema. Trataremos, entonces, de establecer un análisis de la transformación material que significa la emergencia de las tecnologías digitales con el fin de dirigir ésta reflexión en el sentido jurídico-político de los usos sociales de las obras cinematográficas que tanto nos interesan.
Durante la década de los noventa, con la acelerada digitalización de la información y la estandarización del uso social de Internet, el arte en general experimenta una transformación en paralelo a la mutación de la vida moderna. De nuevo, como con la aparición de la fotografía y el cine, la vida social moderna se ve abocada a una transformación material-espiritual. Transformación de la cual apenas saboreamos las primeras consecuencias, pero que parece puede llegar a desencadenar cambios realmente inusitados.

Cabe pensar que, igual que la imprenta en el siglo XVI y la fotografía en el siglo XIX tuvieron un impacto revolucionario sobre el desarrollo de la sociedad y la cultura modernas, hoy nos encontramos en medio de una revolución mediática, que supone el desplazamiento de toda la cultura hacia formas de producción, distribución y comunicación mediatizadas por el ordenador. Es casi indiscutible que esta nueva revolución es más profunda que las anteriores, y que sólo nos estamos empezando a dar cuenta de sus efectos iniciales. De hecho, la introducción de la imprenta afectó sólo una fase de la comunicación cultural, como era la distribución mediática. De la misma manera, la introducción de la fotografía sólo afectó a un tipo de comunicación cultural: las imágenes fijas. En cambio, la revolución de los medios informáticos afecta a todas las fases de la comunicación y abarca la captación, la manipulación, el almacenamiento y la distribución: así como afecta también a los medios de todo tipo, ya sen textos, imágenes fijas y en movimiento, sonido o construcciones espaciales (Manovich, 2005, p. 64).

Se hace urgente, de acuerdo con este diagnóstico, establecer las magnitudes de esta transformación para visibilizar los efectos que desde hace un par de años venimos experimentando de manera inconsciente y que con seguridad irán desencadenando mutaciones cada vez más enraizadas en nuestra vida social. Efectos que irradian esferas tan heterogéneas como la artística, la cultural y hasta la que acá nos interesa, la político-jurídica. Todo esto con miras a establecer, en un campo muy preciso, lo que ocurre y cabría esperar del sistema de producción actual, de las formas jurídicas que lo protegen a la vez que lo entorpecen y de los usos sociales que actualizan virtualidades insospechadas de la modernidad tardía. Con el fin de esclarecer la magnitud de lo que ocurre y de lo que vale esperar, nos serviremos rápidamente de la genealogía que ofrece Lev Manovich de esta transformación material, pues nos puede resultar sumamente esclarecedora de acuerdo con los fines de esta investigación.
En una intuición sumamente aguda, Manovich encuentra una coincidencia histórica entre los primeros esfuerzos de informatización de datos y la emergencia de la fotografía. Mientras en 1833 Charles Babbage empieza a diseñar una precaria máquina de procesamiento de datos que aspira a ofrecer las funciones de un ordenador estándar actual, Niepce y Daguerre, cada uno por separado, se esfuerzan por perfeccionar lo que seis años más tarde, en 1839, sería exhibido como el principio de la revolución fotográfica moderna. Claramente la fotografía se impuso de inmediato, mientras que la revolución informática debería esperar casi un siglo para estallar con todo su poder. No obstante, el impulso motor de ambas búsquedas parece sólo ser posible dentro del contexto de las grandes sociedades de masas modernas. Parece que la fotografía y la informática beben del mismo espíritu de época.

No debería sorprendernos que ambas trayectorias, el desarrollo de los medios modernos y el de los ordenadores, arranque más o menos al mismo tiempo. Tanto los aparatos mediáticos como los informáticos resultaban de todo punto necesarios para el funcionamiento de las modernas sociedades de masas. La capacidad de difundir los mismos textos, imágenes y sonidos a los mismos ciudadanos –para garantizar así unas mismas creencias ideológicas- resultaba tan esencial como la capacidad de mantener un registro de los nacimientos, los datos del empleo y los historiales médicos y policiales. La fotografía, el cine, la imprenta Offset, la radio y la televisión hicieron posible lo primero, mientras que los ordenadores se encargaron de lo segundo. Los medios de masas y el proceso de datos son tecnologías complementarias, que aparecen juntas y se desarrollan codo con codo, haciendo posible la moderna sociedad de masas (manovich, 2005, pp. 67-68).

Tenemos entonces una intuición realmente cercana a la benjaminiana. Tanto Manovich como Benjamin encuentran una relación directa entre la emergencia y consolidación de una sociedad de masas y la entrada en escena de un nuevo régimen técnico de las imágenes. Sin embargo, pese a esta proximidad, no debemos acercar hasta la identificación la revolución de la tecnología análoga con la que suscitó la era digital. Aunque esta relación arte-técnica-masas ya aplicaba a las tecnologías análogas, el modo particular de lo digital es bien distinto y por tanto su relación con la política de lo masivo debe ser pensada desde su naturaleza técnica concreta. Sólo comprendiendo la singularidad técnica de la revolución digital diferenciada de la análoga, podremos entender el modo novedoso de sus consecuencias .
Con la digitalización de la imagen, ésta deviene dato, es decir, expresión discreta de un función numérica. Así, la tradición mediática y la informática se hibridan en un dispositivo unificado. Es decir, la imagen se comporta como un cúmulo de datos y por tanto altera sustancialmente su naturaleza. De este maridaje entre la imagen y la forma-dato se desprende todo lo demás. Podemos formular esta hibridación entre la mediática y la informática de la siguiente manera:

Todos los medios actuales se traducen a datos numéricos a los que se accede por ordenador. El resultado, los gráficos, imágenes en movimiento, sonidos, formas, espacios y textos se vuelven computables; es decir, conjuntos simples de datos informáticos (Manovich, 2005, p. 71).

De acuerdo con esta matematización de la imagen, se sigue una serie de consecuencias que distancian irreconciliablemente lo analógico de lo digital. Sin embargo, entre todas las mutaciones producidas por la tecnología digital, hay una que capta particularmente nuestro interés: cuando la imagen deviene dato numérico, las formas de su almacenamiento se transforman. Ya no se trata de un almacenamiento material en un espacio determinado, sino más bien de un almacenamiento en “bases de datos” informáticas. Mientras el celuloide del cine analógico se acumula espacialmente en bodegas y anaqueles, la imagen digitalizada ocupa espacio informático, lo que significa, posee un cierto “peso” numérico dentro de los dispositivos para el almacenamiento virtual.

La sociedad moderna, que comenzó en el siglo XIX, desarrolló tecnologías mediáticas que automatizaron la creación: las cámaras de foto y de cine, el megáfono, el magnetoscopio, etc. Dichas tecnologías nos permitieron, en el transcurso de ciento cincuenta años acumular una cantidad sin precedentes de materiales mediáticos: archivos fotográficos y sonoros, filmotecas…Y esto llevó al siguiente paso en la evolución de los medios, que es la necesidad de nuevas tecnologías para almacenar, organizar y acceder de manera eficaz a esos materiales (Manovich, 2005, p. 81).

La acumulación de información mediática depende de los procesos digitales del computador que traduce el código numérico en imagen y sonido. Datos numéricos que se acumulan en un raudal informático que crece a velocidades exponenciales. Por tanto, no sólo se transforman las maneras del almacenamiento, sino que ello además implica una automatización de este proceso. Al automatizarse el almacenamiento de la información digitalizada, que viene acompañada de la automatización de los procesos de producción en intervención de la imagen, se disparan tanto la velocidad de estos procesos como las cantidades de datos almacenables. El devenir dato de la imagen significa, a su vez, el incremento de su abundancia. Y es justamente por esto, por la urgencia de almacenamiento, por lo que surgen alternativas mediáticas como Internet. “Internet, que podemos considerar como una gran base de datos de medios distribuidos, cristalizó también la nueva condición básica de la nueva sociedad de la información: la sobreabundancia de datos de todo tipo” (Manovich, 2005, p. 81). Así, con la aparición en los noventa de la red, la forma de ofrecerse de la obra artística cambia por completo y, de acuerdo con esto, se transforma también la manera de acceder a ella. Recordemos algo evidente, Internet, además de ser ese gran cúmulo de información según lo hemos caracterizado, es, como su mismo nombre lo sugiere, una gran red, una plataforma de múltiples conexiones que se redimensionan a altas velocidades. De este modo, con la aparición de esa gran plataforma de almacenamiento, el mundo de las obras se ofrece como un acumulado que tiende al infinito y, a su vez, transmuta en un espacio de relaciones abiertas entre las obras, entre los usuarios y las obras y entre los usuarios mismos. Espacio relacional que significa la virtualización de la obra . Esto es, la obra se abre en sus relaciones de tal forma que, por ejemplo, a la antigua obra cinematográfica proyectada sobre la pantalla del teatro en circunstancias de exhibición restringidas por los circuitos comerciales, se le opone el film abierto para sus usos diversos en la red. Usos heterogéneos: quien descarga la obra para verla hasta aprenderla de memoria, quien se sirve de ella en archivo para manipularla en un ejercicio de montaje, quien simplemente la descarga con fines estratégicos pedagógicos o quien decide verla por fragmentos sin acabarla. No hay que ser experto. Éstos son sólo algunos entre tantos otros usos que no alcanzamos a imaginar.
Entonces, el mundo del arte y en particular del cine –que es el que nos preocupa- se sugiere como una colección interminable, desestructurada y multiforme de imágenes, de textos sobre ellas y de apropiaciones diversas en las que cada obra traza su propia línea de multiplicación y devenir. De acuerdo con ello, “resulta adecuado que queramos desarrollar una poética, una estética y una ética de esta base de datos” (Manovich, 2005, p. 285). Nuestro deseo apunta en el sentido de llamar la atención ya no sobre una poética de la virtualidad de la obra cinematográfica, sino más bien sobre una juridicidad del cine apoyada en una nueva ontología técnica del medio.
Pensada así, la nueva situación de la obra en relación a las estrategias de su exhibición y distribución, el problema de su puesta en contacto con su público tentativo supone una reformulación del asunto del acceso. La sustancia del problema se desplaza de la disponibilidad material y espacial de la obra en relación a su público a un asunto de rastreo y de ubicación de la información en la red. Es decir, pasamos de las estrategias comerciales de distribución a las informáticas del rastreo de los datos.

A finales del siglo XX, el problema no era crear un objeto de los nuevos medios, pongamos una imagen, sino cómo encontrar ese objeto que ya existe en alguna parte. Si queremos una imagen determinada, hay posibilidades de que ya exista: pero puede resultar más fácil crearla desde cero que encontrarla (Manovich, 2005, p. 80).

De ahí la importancia de los buscadores de datos como herramientas indispensables para el desempeño de las labores más elementales en Internet. Las nuevas tecnologías suponen la distribución de los datos con suma eficacia, libre de las limitaciones espaciales que representan las formas analógicas. Y esto se debe a una razón técnica fundamental, mientras la fotografía y el cine son soportes transportables, la información digital es transmisible. Toda forma de la imagen que sea digitalizada gozará de esta facultad de transmisión. Los datos digitales, por la conectividad de la Web, son transmisibles. Con la digitalización de la información, la transmisión del mensaje puede hacerse de manera inmediata y sin los obstáculos materiales que significa el transporte.
El mensaje análogo debe ser transportado, y tal acto reclama cierta disposición de las energías de distribución en el tiempo y el espacio. Es decir, entre la emisión del mensaje, su reproducción y su distribución-transporte existe un conjunto de intervalos de tiempo, a la vez que la presencia ineluctable del espacio, que hacen que la difusión del mensaje sea aún indirecta. Hay una cierta mediación espacio-temporal entre la emisión del mensaje y su recepción dado que la información análoga debe ser transportada a través del espacio en un determinado lapso de tiempo. Mientras el soporte material de la imagen análoga debe ser desplazado en el espacio, la información digital posee la capacidad de extenderse en el espacio sin reclamar mediación temporal alguna. El espacio ha desaparecido por completo y las velocidades de distribución han aumentado a tal grado que las distancias tienden a desaparecer. De ahí el famosísimo término, estética de la desaparición, acuñado por Paul Virilio.

A la estética de la aparición de los objetos o de las personas que se destacan en el horizonte aparente de la unidad de tiempo y de lugar de la perspectiva clásica, se agrega la estética de la desaparición de personajes lejanos que surgen en la ausencia de horizonte de la pantalla catódica, en donde la unidad de tiempo prevalece sobre la del lugar del encuentro: la perspectiva del tiempo real de la gran óptica reemplaza definitivamente las performances de la pequeña óptica del espacio real (Virilio, 1997, p. 54).

Esta pérdida del espacio derivada de la condición de base de las tecnologías digitales nos instala en un panorama de reformulación del estatuto de la obra de arte y de sus relaciones de uso con la vida social de los hombres . Esto es: la caracterización benjaminiana de la pérdida del aura se intensifica por esta transformación espacial. Como muy bien lo había señalado el autor del Libro de los pasajes, la pérdida del aura de la obra de arte significa una reformulación de las relaciones espaciales con ella. El aura de la obra clásica siempre trae consigo una distancia insuperable. Una obra aurática es inalcanzable en cuanto irreproducible técnicamente y a la vez en tanto inaprensible por el sujeto de la experiencia estética. Mientras la escultura en el templo tiene su aquí y su ahora, la imagen cinematográfica, o el video digital de la misma escultura, le otorgan el don de la ubicuidad y por tanto atentan contra su singularidad. Las palabras de Benjamin sobre el asunto se hacen urgentes.

Definiremos esta última –el aura- como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es respirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanía, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción (Benjamin, 1973, pp. 24-25).

Como ya lo habíamos señalado siguiendo a Benjamin, la pérdida del aura por efecto de esta ampliación de la presencia de la obra en la era de su reproductibilidad técnica, representa su puesta en contacto con ese nuevo sujeto histórico de la modernidad que es la masa. De ahí que, con la nueva transformación que significan las formas digitales en la red que permiten que la imagen no sólo sea transportable sino además trasnmisible, la relación directa con la masa sea infinitamente más intensa. Lo que significa que la obra adquiere de una forma aún más significativa una función política. Con lo digital, la obra y la masa se hacen cosustanciales tanto como el arte y la política. Con su reproductibilidad y transmisibilidad, el archivo digital es archivo en la masa. La digitalización de la imagen tritura el aura, pero, al mismo tiempo, acentúa el carácter político de la obra de arte al acercarla a la masa como un archivo transmisible. Ya no hay que esperar a que la obra cinematográfica llegue hasta las salas de cine de nuestra ciudad para verla, basta con desarrollar una mínima habilidad en la búsqueda de archivos de datos para poseer el archivo de tal o cual película. Ya no hay excusa para que el cinéfilo no devenga un erudito, del mismo modo en que resulta inaceptable la descripción de los efectos de un film según la cínica caracterización de un arte para el mero divertimento y la distracción. Cada imagen tiene un potencial de expansión generalizada, lo que es, un amplio potencial político que le es técnicamente natural –sea tanto al servicio del Estado y del sistema como en su contra-. Con la pérdida del espacio en la transmisibilidad de los datos digitalizados, la mutación de la política cierra el giro iniciado con la transformación de la técnica durante el siglo XIX.
A la figura del flaneur que transita según recorridos inéditos para establecer una experiencia multiforme de la ciudad del siglo XIX, la cultura digital superpone una nueva figura: el flaneur de los datos, que recorre la red saltando links e hipervínculos en trazados sumamente diversos. El flaneur ya no se pierde en la masa, sino en el mundo virtual saltando de conexión en conexión y experimentando sin el respeto a un trazado previo o modelador. Así, de dato en dato. Es decir, y esto es definitivo, la proximidad espacial y temporal que facilitan las tecnologías de la teletransmisión de datos estimula el crecimiento de miles de opciones de recorridos y de usos. La era digital es la era de la multiplicación de los usos. En este caso, de los usos de la obra cinematográfica. Por su propia naturaleza técnica, lo digital no cesa de multiplicarse en su funcionalidad y esta ploriferación expresa su potencial político. Se trata, entonces, de una tecnología de la diferencia, de la producción de la diferencia. O, dicho en otros términos, de la pérdida de las identidades, de la multiplicación y desustancialización positiva de la obra de arte. Y esto significa algo sumamente importante para el cine: cuando un joven realizador de cine o un amante de los filmes se encuentran ante el gran cúmulo de cinematografías del mundo entero a su disposición en la red, no sólo su bagaje cinematográfico se amplía, sino que la noción misma del cine se multiplica. Pensemos, por dar sólo un ejemplo, en este estudiante de escuela que tiene la opción de ver a diario cine de Apichatpong Weerasethakul, de Lucrecia Martel, de Albert Serra o de Atom Egoyan y no simplemente la oferta de del monopolio de exhibidores que agobia su pequeña ciudad del terecer mundo. Para él, como para cualquier interesado, el cine se multiplica, se abre a sus posibilidades. Lo que significa que, igual que el flaneur digital, se lanza a trazados multiformes. El cine, en tanto expresión artística, se abre a un porvenir formal cargado de referencias de múltiples nacionalidades, herederas de diversas tradiciones para deshacer su identidad sustancial como lenguaje. Hay una sesación que queda tras entrar en contacto con cinematografías diversas dadas las opciones que ofrecen las tecnologías digitales en la red: se trata de la sensación de que el cine está por ser inventado, de que no hay cine, sino cinematografías, siempre en crecimiento. En la era de su reproducción y exhibición digital el cine se ha abierto más intensamente que nunca a sus devenires. No sólo la obra cinematográfica ha cambiado su función social, sino que el cine como expresión artística ve reformulada sus propias formas poéticas y su lenguaje. En este orden de ideas, en un sentido ontológico más que simplemente material, el cine se virtualiza. En la era digital el cine se abre a sus virtualidades. Así, en estas condiciones, mejor que nunca, se hacen significativas las palabras de Alain Badiou en torno al cine:

Así como hay poesía sólo en la medida en que primero hay poemas, del mismo modo sólo hay cine en la medida que hay filmes. Y un filme no es la realización de las categorías incluso materiales, que en él se suponen: categorías como imagen, movimiento, marco, fuera de campo, textura, color, texto y así sucesivamente. Un filme es una singularidad operatoria, ella misma captada en un proceso masivo de una configuración de arte. Un filme es un punto-sujeto para una configuración (Badiou, 2005, p. 19).

No hay cine en abstracto, sólo singularidades que materializan devenires y, con las tecnologías digitales de distribución de las películas, estos devenires se han liberado, en el uso, de las ataduras técnicas del celuloide. Las posibilidades de experimentación cinematográfica se enriquecen por la diversificación de los usos de los filmes y por la multiplicación de las referencias. Pero, así mismo, el elemento jurídico se esmera anacronicamente por detener esta aceleración atentando contra las posibilidades del cine mismo.

A medida que la importanción de la apropiación como estrategia artística fue creciendo, las leyes de propiedad intelectual y de acceso a materiales ya existentes se hicieron más y más restrictivas. En las décadas de 1990 y 200, los estudios cinematográficos, la industria discográfica y demás titulares de derechos de autor observaron con preocupación cómo se copiaban y se distribuían sin autorización sus activos. A través de grupos de presión consiguieron ampliar el alcance de sus derechos, así como ilegalizar todo intento de burlar las medidas de seguridad (por ejemplo, el sistema encriptadio de un DVD). Las propias campañas han desatado una agresiva campaña de lucha contra la violación de los derechos de autor, en el transcurso de la cual han recurrido a las demandas judiciales contra particulares que compartían ilegalmente su música a través de Internet (Tribe & Jana, 1998, p. 14).

Una vez más en la historia de la vida moderna, la legalidad se empeña en enfrentarse a los devenires de la vida espiritual de los hombres. En este caso, se trata del conservadurismo de la teología jurídica del autor.
Nos enfrentamos así a una transformación definitiva del estatuto de la obra cinematográfica ya presagiado desde hace un buen tiempo por la combulsionada vida de las artes plásticas desde las primeras vanguardias del siglo XX. En su libro Postproducción, Nicolas Bourriaud (Bourriaud, 2009) realiza el efuerzo por pensar la magnitud de la transformación ocasionada en el ámbito del arte por la aparición de internet y las nuevas redes sociales y de producción que ello entraña. Sirviéndonos de esto, intentaremos concentrarnos en el caso cinematográfico. En este sentido, las nuevas formas de sociabilidad que entraña la aparición de la red, arrastran consigo nuevas formas de la vida social del arte. Nueva función que, como hemos dicho, parte del presupuesto de la aniquilación del aura de la obra por efecto de su acercamiento en cuanto transmisible. Y esto, este acercamiento a domicilio, hace ahora de las obras, más que objetos de contemplación al modo de la obra en el museo, artículos de apropiación. La obra de arte almacenada en la red es un artículo apropiable por quien sepa dar con ella en el amplio escenario acumulativo online. Y, en la apropiación, a diferencia de la exhibición en físico, la obra se abre a una multiplicidad de usos y estrategias creativas.
Desde los primeros ready-made de Marcel Duchamp la apropiación irrumpió en el campo del arte como un acto creativo. La obra ya no es tanto el producto de una acción plástica productiva, sino, más bien, un apropiación de un objeto existente con anterioridad. No obstante, el ready-made sería sólo un presagio de lo que con la consolidación de las relaciones sociales en la web sería el pan de cada día del arte de las últimas dos décadas. Desde el arte pop hasta el uso de imágenes de archivo en el video-arte contemporáneo, el arte de nuestros días se entiende a sí mismo como un reciclador de formas ya existentes. Esto significa que a nivel general, tanto en las artes plásticas como en el campo de los archivos digitales de cualquier procedencia, se impone una nueva actitud en relación al patrimonio artístico e intelectual de las formas de expresión espiritual de los hombres. La obra en línea se ofrece como patrimonio de la humanidad, como dispuesta a apropiación y, por tanto, la metafísica de la originalidad cede. Todos estos usos diversos de apropiación “Atestiguan una voluntad de inscribir la obra de arte en el interior de una red de signos y de significaciones, en lugar de considerarla como una forma autóma u original” (Bourriaud, 2009, p. 13). El imaginario romántico en torno a la obra como el producto original de la genialidad subjetiva de aquel privilegiado de la naturaleza, como definiría Kant al genio, es rebocado por la nueva condición técnica del arte. El acto creativo, el uso de la obra, varios aspectos reformulados. Pero, entre ellos, hay uno que nos interesa: el relativo a la autoría.
Aunque son considerablemente escasos los ejemplos cinematográficos de apropiación directa de imágenes fílmicas del pasado en filmes actuales , la aglomeración exorbitante de obras a disposición de los usuarios de la red estimula la sensación de diálogo entre las películas, de silenciosa afectación histórica entre los autores y las experimentaciones fílmicas. De tal manera que se deja entrever que en cada obra fílmica palpita silenciosa la historia entrera del cine. Y no por un asunto de citación y referencias entre autores, sino por el influjo natural del pasado del arte sobre cada obra, incluso la de mayor ruptura. De alguna manera, la historia es la historia de las apropiaciones de los estilos y las estrategias estéticas. Sin embargo, es justo en las condiciones técnicas que ofrecen las tecnologías digitales que esto se hace particularmente patente. Las tecnologías digitales reformulan nuestra idea de lo que significa pensar y crear. Emerge entonces a la superficie, al menos como una sensación, lo falaz de la autoría excluyente y aislada del genio individual. Tenemos, por ejemplo, la cita que realiza Tsai Ming-Liang de Truffaut cuando nos deja ver una extensa secuencia de Los 400 Golpes como una apropiación en su largometraje Y aquí qué hora es? Pero, tal vez el ejemplo más significativo de esta actitud apropiativa del pasado en función de la producción de obra, se encuentre en Historias (s) del Cine de Jean-Luc Godard. Se trata de un ensayo fílmico en el que através de múltiples fragmentos de obras cinematográficas de la historia, Godard pone en diálogo, en una especie de polifonía, los films con su historia, que no es otra que la de los demás filmes de la historia. De tal suerte que cada obra, puesta en relación con gran parte del acumulado general del cine mundial, es expuesta como efecto de fuerzas colectivas actuantes. Fuerzas colectivas que no se reducen al staff de realización, sino que se remontan al pasado, a la historia. Cada película es el efecto del trabajo de la historia en general, en toda la heterogeneidad de su influyente herencia. Así, aunque resultan inconfundibles los estilos de Eric Rhomer, Abbas Kiarostami o Scorcesse, la puesta en diálogo godardiana nos obliga a ver la obra más allá de los límites de la autoría. Nos obliga a ver hacia atrás, hacia la historia, hacia el intelecto general que es la historia. De tal suerte que tras ese aparente punto fijo que es el autor, aparece la imagen fantasmal pero poderosa del pensamiento cinematográfico en toda su imponencia .
Ocurre entonces que por el propio soporte técnico-material del arte actual, los usos de las obras se encuentran fuera de control que parten del principio que las obras le pertenecen a todos, no son propiedad de nadie y la autoría se dice ahora en un sentido sumamente distinto a la figura poético jurídica del autor burgués.

La supremacía de las culturas de la apropiación y del reprocesamiento de las formasintroduce a una moral: las obras pertenecen a todo el mundo, parafraseando a Philipe Thomas. El arte contemporáneo tiende a abolir la propiedad de las formas, en todo caso perturba sus antiguas jurisprudencias ¿Nos dirigiríamos hacia una cultura que abandonaría el copyrigth en beneficio de una gestión del derecho de acceso a las obra, hacia una especie de esbozo del comunismo de las formas? (Bourriaud, 2009, p. 39).

La transformación material que significan las tecnologías digitales establece la base misma para el sabotage práctico de la autoría. Desde el especialista que descarga filmes con una finalidad cinéfila o pedagógica, hasta el espectador desprevenido que ve sólo fragmentos subidos a Youtube, o el pirata que se apropia de las imánegenes de la película para ofrecer su propio montaje o su propio fan-trailes, todos y cada uno es expresión de las condiciones materiales de su experiencia histórica de las imágenes: pirateo, sabotage, apropiación, collage. Ahora, cuando la obra sirve para usos heterogéneos más que opera como objeto de contemplación, la discusión debe ser asumida en todo su espesor. No sólo desde la perspectiva teórica, sino desde la praxis misma del derecho. En la era de la sobreabundancia de obra y de las estrategias de su consecusión, el dispositivo legal se ofrece torpe y anacrónico en relación a la forma histórica del arte y del pensamiento de la vida social de nuestras culturas tardo-modernas. Sólo cuando entendamos la magnitud de la transformación material que entrañan las tecnologías digitales y su puesta en relación en Internet veremos con desdén situaciones como a la que se vio expuesto Joel Tenembaum y lo veremos a él y a los muchos otros que a lo largo del mundo entero están corriendo su misma suerte, como mártires de un suplicio ocasionado por ceguera ante el presente material de nuestra existencia.

EL CINE CLÁSICO Y SUS PERSONAJES COMO ENGRANAJES DE LA MÁQUINA ANTROPOLÓGICA

Por: Juan david Cárdenas.

Extemporaneidad y fascismo
A un nuevo tiempo, una nueva teoría. A nuevos fenómenos, nuevos conceptos. Nuestro interés parte de esta sensibilidad: deseamos establecer una condición específica del arte cinematográfico en la actualidad para ofrecer un equipamiento conceptual que esté a la altura de nuestro presente. Es decir, nos interesa hacer visible y superar una cierta extemporaneidad teórica y práctica (Anacronismo) que palpita impertinente y silenciosa pero determinante en el seno de la producción cinematográfica y académica de nuestros días. El cine clásico se comporta de manera anacrónica y eso resulta políticamente peligroso.
Desde las primeras palabras de su artículo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin insiste en que al combatir la extemporaneidad teórica del discurso sobre el arte se lleva a cabo una intensísima actividad política. En sus palabras, su diagnóstico sobre las actuales condiciones de producción de obra artística nos ofrece una serie de tesis, que “dejan de lado una serie de conceptos heredados (creación, genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y por el momento, difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el sentido fascista” . A continuación, un par de líneas abajo, Benjamin insiste en que su labor teórica de renovación de los conceptos sobre el arte coincide con una elaboración anti-totalitaria del problema:
Los conceptos que seguidamente introducimos por primera vez en la filosofía del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario son utilizables para la formación de exigencias revolucionarias en la política artística .

Nos queda entonces una doble conciencia del asunto de la actualidad de los conceptos en arte: por un lado, la modernidad reclama nuevas categorías que la teoría clásica no puede suplir y, por otro, la insistencia impertinente en las teorías clásicas no sólo las disuelve en una ingenuidad estéril en torno al presente, como un “solaz del espíritu”, para parafrasear a Hegel, sino que además este desequilibrio histórico opera como herramienta de las prácticas fascistas modernas . Esta extemporaneidad es, en el contexto de la vida moderna, una herramienta a favor de la ideología fascista. La desaparición de un arte ritual no significa tanto una pérdida como una transformación, a saber, la politización histórica de la obra. De nuevo las palabras de Benjamin nos resultan esclarecedoras. : “en el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundación en una praxis distinta, a saber en la política”. La épica ya no está del lado de los dioses, sino del Estado nacionalista y de la avalancha invasiva del mercado sobre las masas. Trataremos de ver acá cómo este mecanismo improcedente y políticamente comprometedor ha arrastrado al cine por más de un siglo de existencia como arte, liándolo con el espíritu normalizador de nuestras sociedades contemporáneas.
Concentrando su preocupación en el ámbito específico del cine, Benjamin asegura una actitud equívoca de Abel Gance, uno de los representantes de mayor relieve de las vanguardias cinematográficas de principio de siglo. La formulación benjaminiana se nos ofrece del siguiente modo:

cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas», nos estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general .


Abel Gance parece usar estrategias del pasado para ofrecer al cine posibilidades revolucionarias presentes y futuras. Gance acude a figuras como la de la leyenda, el mito y el héroe. Para él se trata de un retorno al pasado inmemorial a través de la imagen cinematográfica. Surge entonces la pregunta ¿qué voluntad palpita en el seno de este deseo de retorno? ¿Qué ingenuidad se exhibe en el anhelo de traer, en la era de la técnica y su reproductibilidad serial, los valores de la autoridad de la leyenda o la suntuosidad del héroe como principios del proyecto poético cinematográfico? Parece, si le creemos a Benjamin, que allí germina la semilla de nuestra propia aniquilación, que no es otra que la devastación política de las masas. Cuando Gance otorga carácter redentor al cine en relación a las figuras clásicas del arte de otros tiempos, parece que lejos de emancipar al séptimo arte de su complicidad con el fascismo, lo lanza de lleno a sus brazos. En esto consiste el problema culminante de este artículo: cuando, no sólo Gance, sino un amplio espectro de realizadores y teóricos, justifican el potencial estético del cine por las figuras de un arte más bien cultual, expresan un conservadurismo silencioso pero efectivo. Conservadurismo por el que el cine actúa al servicio de los modernos intereses normalizadores del Estado moderno y de la maquinaria de nuestras sociedades de control. Normalización por efecto de la naturalización de un modelo de humanidad definitivamente conveniente al sistema actual de producción y gobierno.

El cine como arte técnico: una estrategia extemporánea
Es bien conocida la disputa en torno al carácter estético de la fotografía en sus orígenes. Cuando, a finales de la primer mitad del siglo XIX aparece el aparato técnico de producción de imágenes del mundo, la polémica se desata. Desde frentes muy diversos surgen opiniones encontradas en torno al potencial artístico del nuevo medio fotográfico.
Así, en medio de este panorama problemático, la fotografía decide heredar todo el legado de la tradición pictórica renacentista para justificar su estatuto como arte. La fotografía buscó su salvación en la emulación irreflexiva del arte del pasado.

Al querer tener el status de la pintura, la fotografía recurre a replicarla y a importar sus normas estéticas. El fotógrafo se instala en el estudio que dejó vacío el pintor impresionista, recrea una escenografía cargada de imágenes y símbolos traídos de la iconografía clásica, viste a sus modelos con disfraces de héroes de epopeya y compone una escena que ya ha sido pintada antes. En este momento en que populariza las alegorías y las dramatizaciones, la fotografía utiliza recursos y desechos tanto de la pintura como del teatro, pero su imagen final deja ver los trucos que el pintor supo ocultar: los paisajes en los telones de fondo, las columnas sobre las alfombras, las barbas postizas y la utilería de cartón.

Emulación: mala emulación. Eso ocurre con la estrategia pictoralista de la naciente fotografía en su esfuerzo por ascender en la jerarquía de las artes. Su sentimiento de inferioridad la condujo, inicialmente, a despreciar su propio potencial autónomo como medio de expresión artística.
Con la aparición del soporte cinematográfico ocurre algo similar. Intentaremos ver acá de qué forma el cine hereda la tradición del teatro y la novela burgueses en su intento por lograr el reconocimiento como arte y, en esta herencia, de qué manera alcanza, de un modo contradictorio, un lenguaje propio pero a la vez subordinado a las formas de un arte cultual del mito, de la leyenda y del héroe. En suma, el lenguaje clásico cinematográfico se encuentra en medio de la viva tensión entre una forma expresiva autónoma y una obediencia silenciosa a los presupuestos de base del arte cultual, cuya función ritual hoy día nos resulta no sólo extraña, sino, además y sobre todo, cómplice.
Cuando en 1895 se proyectan oficialmente las primeras imágenes cinematográficas, la reacción positiva del público fue inmediata. Sin embargo, lejos de que el burgués viera en el nuevo formato una seria posibilidad estética, la imagen cinematográfica tomó relieve como artefacto circense. El valor de uso de las imágenes cinematográficas de los primeros años se resolvió fundamentalmente como espectáculo de feria. La imagen del tren, del hombre promedio, de la calle, hacían llamativa y casi espectacular la anécdota que en la vida ordinaria pasaría desapercibida. Se trata así de una especie de hiperrealismo documental espectacular. De tal forma que el cine no se proyecta, en principio, más que como una novedad técnica y circense cuya prosperidad se realiza en el negocio.
No obstante, el rumbo que tomó el nuevo medio resultó inesperado y poderoso. Por su cercanía al teatro como arte de las acciones humanas, el cine empezó a aproximarse a la estética de las tablas. Con el tiempo se institucionalizaría lo que se llamaría el “teatro filmado”, que corresponde a la captura frontal, desde la posición privilegiada del espectador mejor ubicado frente al escenario teatral, de una serie de hechos premeditadamente argumentados. Como si la cámara fuera el espectador mejor ubicado ante la obra de teatro que es la vida.
Es claro entonces, el cine sólo llegaría a consolidarse como arte y, más exactamente, como arte de masas, siguiendo las formas del gusto burgués que se enraízan en las manifestaciones seculares de las formas clásicas del arte. Los altos costos de producción de un largometraje exigían una alta rentabilidad y esto sólo sería posible por efecto de este tipo estrategias estéticas de masificación. Sólo como arte para el gusto burgués el cine sería un arte industrial.
Tendría que llegar el genio cinematográfico de D. W. Griffith para que todo este arsenal de influencias de las artes populares del siglo XIX se asienten en una forma propiamente cinematográfica. Con la aparición en 1914 de una obra como El nacimiento de una nación, adaptación de la obra literaria The Clashman, el cine se da históricamente lo que en adelante se llamará en términos técnicos el “lenguaje cinematográfico”. A Griffith, el cine le debe haber dejado de ser teatro filmado y atracción de feria para constituirse como expresión autónoma. El juego de recursos cinematográficos novedosos de los que hace uso este director entraña la posibilidad de una cinematografía en sentido propio: el montaje impecablemente logrado por una analítica de las acciones plano a plano, la utilización de un guión técnico ajustado a la medida del relato, la sofisticación del drama por el trabajo en el detalle, la intensificación de la tensión por el uso de las acciones paralelas y el salvamento a último minuto y la focalización de la historia en el personaje protagónico, son los más reconocidos aportes de quien se considera el mentor del cine narrativo clásico. Todas estas implementaciones que el cine debe a Griffith condujeron a la estandarización de estos recursos en lo que coloquialmente hoy denominamos el lenguaje natural del cine.
Pero ¿En qué medida esta fundamentación del cine como arte burgués se hila con la tradición de las artes clásicas como hemos sugerido? ¿Cómo un arte secular del siglo XX se emparenta anacrónicamente con la tragedia, la epopeya y su heroísmo? La clave de comprensión de este asunto se encuentra en un término definitivo para la tradición poética de occidente, a saber, la mimesis.


De la mimesis trágica a la cinematográfica.
Recibiendo la fuerte influencia de la obra griffithiana, la industria cinematográfica canonizó un modelo de constitución de sus películas en lo referente tanto al elemento narrativo en el guión como al lenguaje cinematográfico y a la puesta en escena en su conjunto. Canon que bautizaremos como “cine clásico”. Ahora bien, cuando nos referimos a la forma canónica del cine clásico, hablamos de un modelo de composición del relato cinematográfico y de su materialización en imágenes siempre caracterizado por su organicidad. El cine clásico hereda la ya muy conocida tradición del arte que se esfuerza por establecer una analogía entre la obra y un organismo vivo. Organismo en el que todas sus partes son funcionales y subordinadas al todo como principio vinculante. La obra cinematográfica clásica se comporta orgánicamente en su conjunto: sus personajes son coherentemente articulados, su argumento progresa compleja pero lógicamente, la verdad despunta siempre al final como develamiento de lo oculto, lo heterogéneo siempre es gobernado por la estructura de la unidad, etcétera… Sea una película de acción, de suspenso o una comedia romántica, el modelo narrativo clásico presupone la coherencia, unidad, causalidad y totalidad como el piso formal de constitución de la obra. Desde Griffith hasta nuestros días se mantienen incólumes estos presupuestos:

Naturalmente, los recursos estilísticos del argumento y las características estilísticas han cambiado con el tiempo, pero los principios fundamentales de construcción argumental (preeminencia de la causalidad, protagonista orientado a un objetivo, plazos temporales, etc) han permanecido en vigor desde 1917. La estabilidad y uniformidad de la narración de Hollywood depara una razón para llamarla clásica, al menos en cuanto el clasicismo, en cualquier arte, se caracteriza tradicionalmente por la obediencia a normas extrínsecas .

Claramente se trata de una actualización de la tradición dramática cuya fuente se encuentra en las tragedias griegas, pero cuyo principal agente de divulgación y sistematización es Aristóteles. El relato clásico cinematográfico sigue religiosamente la tradición de la organicidad conceptualizada originalmente por Aristóteles en su Poética. O, mejor dicho, el relato clásico cinematográfico se adhiere irrestrictamente a la tradición mimética del arte explicitada inauguralmente por el pupilo de Platón. De ahí que muchos teóricos del relato cinematográfico acudan al estagirita como un argumento de autoridad. Francis Vanoye, en su libro ya clásico sobre la teoría del guión cinematográfico, lo formula así: “Americanos y franceses suelen referirse a la Poética de Aristóteles para fundamentar su argumentación” . Desde la tragedia que el estagirita se esfuerza por analizar, hasta el cine clásico que vemos en la sala de proyección del centro comercial, son afirmados los mismos presupuestos de organicidad de la obra pese a la heterogeneidad histórica de las encarnaciones del modelo.
Podríamos decir que para el siglo XVIII la tradición del teatro de occidente, pese a la variación en los temas a tratar y el modo histórico de verlos, ha conservado de manera unánime los principios formales estructurales del relato expuestos por Aristóteles en su Poética. Incluso los más reacios a Aristóteles respetan la centralidad de la fábula, el gobierno de un orden sobre lo aleatorio de los acontecimientos, el triunfo de la causalidad, etc.

Hasta el siglo XVIII, en efecto, hay un acuerdo más o menos unánime sobre esta primacía de la acción y sobre las principales consecuencias que acarrea. Los más rebeldes a Aristóteles –o a sus comentaristas- aceptan su definición de fábula (Llamo fábula al conjunto de acciones consumadas) y sus presupuestos implícitos: imposición de un orden a la proliferación de acontecimientos, para encadenarlos en una estructura racional; unidad de objeto que proporciona una piedra angular a esta arquitectura; subrayado de una significación global , que sustrae la representación al azar y permite aprehenderla como un todo .

De tal suerte que, podríamos decir, la línea histórica que define la tradición teatral de occidente perpetúa el legado mimético aristotélico hasta el despunte de la modernidad en el siglo XVIII. A pesar de las diferencias históricas y sociológicas naturales al paso del tiempo, la base fundamental de los presupuestos implicados en la teoría mimética se mantiene. Pero, entre estas transformaciones hay una que tomará particular vigor en el contexto de la vida burguesa y que resultará definitiva para la consolidación de una forma oficial del relato cinematográfico clásico. Nos referimos en este punto al asunto del personaje.



El Personaje
Para ser puntuales, Aristóteles nunca habla con propiedad de personaje, él se refiere más precisamente a caracteres. El carácter, según el estagirita, no es tanto una singularidad psicológica o sociológica, sino más bien una línea coherente de acción. Un carácter es un principio coherente de conducta, una línea clara de acción. Es decir, el carácter del héroe trágico se encuentra siempre subordinado al argumento.

Para Aristóteles, el carácter es aquello que muestra la línea de conducta general de un personaje (…) se trata de un conjunto de disposiciones cualificativas y de índices de coherencia mínima que fundamentan un comportamiento, sin acotar necesariamente todas sus motivaciones .

Sólo la modernidad, con toda su voluntad de individualidad, podrá históricamente ver la emergencia, en sentido propio, de lo que se denomina hoy día personaje. El carácter aristotélico está en la base de nuestra moderna noción de personaje, pero sólo hasta la consolidación de la burguesa sensibilidad moderna el drama nos ofrece individuos con nombre propio, casa, estrato, pasado singular y obsesiones particulares. Como lo formula Robert Abirached es bien claro: al personaje, “hasta la instauración del teatro burgués, es inútil buscarle un estado civil” . Exclusivamente en la modernidad, “el personaje recibe entonces una nueva serie de especificaciones, suministradas por su situación doméstica y su actividad privada, que contribuyen tanto como las precedentes a explicar su carácter y a desatar las contradicciones a través de las cuales puede ser comprendido” .
Fue precisamente Hegel, en sus Lecciones sobre estética, quien ofreció de un modo sumamente esclarecedor esta diferencia entre la forma moderna del drama y la clásica. Mientras la tragedia griega ponía en acción individuos arrastrados por la necesidad del destino, el drama burgués extrae su dinamismo del impulso interior del personaje que se objetiva en sus acciones. Ahora, en la modernidad, la acción del drama se entiende como la materialización de las intenciones y motivaciones de los personajes que se arriesgan por efecto de sus propias pasiones. El personaje actúa voluntariamente bajo la conciencia de sus propias preferencias y urgencias, no arrastrado ya por imperativos de la tradición o por el poder del destino.

Los sucesos y accidentes, como el desenlace trágico, deben proceder del fin, de las intenciones, de la pasión del personaje (y no de las eventualidades exteriores). El destino trágico del personaje se crea por unos móviles internos, por sus acciones en cuanto voluntad puesta en acción con conciencia de unos resultados .

En las palabras de Robert Mckee, reconocido analista de guión norteamericano, se nos ofrece con claridad una versión resumida de este contraste entre el drama antiguo, centrado en la fábula, y el moderno, que atiende al personaje:

¿Qué es más importante, la trama o los personajes? Este debate es tan antiguo como el arte mismo. Aristóteles sopesó ambos y llegó a la conclusión de que la historia viene primero y los personajes después. Su opinión se mantuvo hasta que, con la evolución de la novela, el péndulo de la opinión se desplazó en dirección contraria. Ya en el siglo XIX habría muchos autores que defendía que la estructura es un mero instrumento diseñado para exhibir la personalidad, que lo que el lector busca son personajes fascinantes y complejos .

Así, el linaje mimético del cine de relato clásico es innegable. Claro, esta herencia se da como una reapropiación en clave burguesa. De allí la doble centralidad del articulado fábula-personaje. Articulado que supone ya no sólo la representabilidad del mundo en la mimesis, sino, además, como veremos, la del hombre en el personaje en tanto que héroe. A los presupuestos metafísicos de la organicidad aristotélica, el modelo neo-aristotélico le añade unos antropológicos. A la representabilidad del mundo en la unidad de la acción, se le añade ahora, la representabilidad del hombre en la unidad de conciencia del personaje. Es aquí donde las modernas ciencias de lo humano y el arte se emparentan en un sospechoso maridaje político.

La Estructura, el personaje y el mito en el cine clásico.
De acuerdo con este acomodo a la mimesis burguesa, el relato cinematográfico se daría un modelo a priori que recibe el nombre técnico de Estructura. El relato clásico respeta una forma preexistente a la configuración singular de cada contenido a relatar. Se trata del primado de la forma sobre la materia narrativa. En términos generales, la Estructura no es otra cosa que el paradigma del relato según los tres actos popularmente difundidos desde la Poética aristotélica.
Phillipe Parker, otro conocido representante de los cada vez más famosos manuales de escritura de guión, se refiere a la estructura en tres actos de la siguiente manera:

el valor de la estructura de tres actos no reside en estos niveles mecánicos donde se debate acerca de cuántos hechos componen un acto, o si dominan las opciones narrativas la estructura en actos o el desarrollo de los personajes. Su importancia reside, pues, en dos niveles de vinculación del público con la narrativa. En primer lugar, su vinculación con la narrativa en un sentido global, y en segundo lugar el desarrollo de las historias de los personajes y las inquietudes temáticas .

Así, encontramos que en la articulación del relato según el principio formal a priori de la Estructura, no sólo se organiza el argumento, sino que se le vincula el personaje como su inseparable acompañante. Con la Estructura se generan las condiciones de un relato sólido vivificado por el principio activo que significan unos personajes bien definidos. Ahora bien, añadido a esto, ya nos lo decía Phillipe Parker, la composición del relato en tres actos progresivos y causales le permite al espectador vincularse con la trama de la narración, pero además, y esto es definitivo, vincularse con el personaje. La claridad de conciencia y de acción del personaje resulta definitiva para la inmediata identificación del espectador con aquel a quien le ocurren los eventos relatados. La claridad de conciencia del personaje hace visible una dimensión de humanidad que el hombre mismo, el espectador, no sabe captar dentro de sí. La mimesis cinematográfica apunta, por identificación en el personaje y por esclarecimiento en el relato, a ofrecer al espectador una imagen global de sus propias experiencias como hombre. De nuevo las palabras de Parker nos resultan útiles:

Este es el espectro que actúa como base para que el público pueda conectar con la narrativa. Su efectividad consiste en reflejar las experiencias humanas en sus formas más simplificadas. En esencia, estas experiencias conforman el patrón al que responden las vidas de la gente o bien surgen de los problemas o los objetivos compartidos. Por ejemplo, en la mayoría de los seres humanos la conciencia de la soledad suscita el deseo de eludirla. La manera más común para evitar la soledad es encontrar algo o alguien capaz de satisfacer una necesidad emocional. Este es el fundamento que subyace en todas las historias románticas.
De manera análoga, casi todos los seres humanos han sentido en algún momento de sus vidas que alguien los juzgó equivocadamente. Éste es el fundamento del tema de la injusticia.
Para entender cómo estas experiencias humanas generales apuntalan la construcción narrativa, necesitamos ser capaces de entender qué son la historia y el tema y cómo funcionan, por separado y conjuntamente .

Parece haber, entonces, en la base del modelo de articulación de las buenas historias y de los buenos personajes, un conocimiento profundo del hombre y del sentido de sus experiencias. Parece que el guionista debe ser a la vez un agudo humanista, un celoso conocedor de la naturaleza humana, de sus facetas más oscuras, dolorosas y a la vez de las más generosas. El guionista opera así como un psicólogo en el personaje y como un antropólogo en el relato. Se trata de alguien que conoce la interioridad de lo humano y a la vez lo arquetípico de su ser. Nadie mejor para hablarle al espectador de su propia humanidad que el guionista, pero no por sus profundos conocimientos académicos sobre el hombre, sino por el dominio que posee en el arte de contar historias que, parece, Los guionistas tienen claro que su actividad bebe de fuentes milenarias y de allí, ellos afirman que sus relatos conservan una suerte de continuidad, a pesar de las diferencias históricas, con la base mítica que sostiene narraciones al modo de las de Homero o de las tragedias Sofocleas. De tal modo que, según esta convicción, el relato milenario de la épica resuena en la narrativa burguesa de nuestros días. En algún sentido, desde Grecia hasta ahora, todos igualmente hombres, pero en otro sentido, hasta hoy y hacia atrás, todos del mismo modo burgueses. Se dice entonces, como repiten hasta el cansancio los docentes de la academia, que no hay historias originales, que no hay nada nuevo que contar, desde Homero ya todo está narrado. Algo similar a lo que ocurre en filosofía, donde hay quienes afirman que no hay problemas nuevos que pensar, donde hay quienes aseguran que toda la historia de la filosofía se reduce a un comentario a píe de página de Platón. De este modo, en la conservación de la forma milenaria del relato se conserva la forma milenaria de lo humano. La organicidad mimética del relato se sigue de la organicidad antropológica de lo humano. Ambos, hombre y relato, naturaleza humana y mito, de antemano orgánicos. Desde los primeros relatos, los míticos, esa fuente originaria y prístina en la que lo humano se expresa poéticamente, hasta nuestros días, no hay una sola narración nueva en sentido radical porque no hay, porque no es posible que haya, una nueva humanidad. La siguiente exposición del asunto en un famoso manual de escritura de guión le da firmeza a nuestras últimas afirmaciones:

Por encima de posibles clasificaciones encontramos un tipo de autor milenario y enigmático: el narrador colectivo de las primeras historias, artífice de las forjas del mito, que precede al guionista a través de la edades.
Los relatos anónimos de los albores prehistóricos, como los mitos del eterno retorno, Prometeo o la caverna platónica, se hicieron cada vez más complejos mientras adoptaban formas y nombres a través las culturas y las tradiciones literarias. Pero mantenían intacta su esencia a lo largo de su vertiginoso viaje. El formidable océano literario y cinematográfico que contemplamos en el tercer milenio de nuestra era se debe a los mares tributarios de los mitos.
Con frecuencia se asocia el término mito a relato falso. Sin embargo, estos relatos surgieron como intentos de dar respuesta a las cuestiones más profundas del hombre: misterios sobre el origen y destino humanos, la salvación, el más allá, el amor, las artes… Las mismas cuestiones que han interesado siempre al creador de historias .

Linda Seger, archiconocida analista de guiones para Hollywood lo formula así:

Todos nosotros tenemos experiencias semejantes. Compartimos el viaje de la vida, del crecimiento, del desarrollo y la transformación. Vivimos siempre las mismas historias, ya sea la búsqueda de la perfecta compañera, el regreso al hogar, el encuentro de la plenitud, la persecución de un ideal, la realización de un sueño, o la caza de un preciado tesoro. Sea cual fuere nuestra cultura, existen historias universales que forman las base de todas nuestras historias particulares. Las circunstancias pueden ser diferentes, los giros y quiebres que crean el suspense pueden variar de una cultura a otra, pero en todas ellas encontramos siempre la misma historia, bosquejada a partir de las mismas experiencias .


Ni antiguo, ni moderno, ni oriental ni occidental. El modelo narrativo clásico, suponen estos teóricos, no está sujeto ni al tiempo ni al espacio. Y esta incondicionalidad se sigue de su fundamentación antropológica. La forma clásica es de antemano incondicionada porque es humana. Se apunta así a la forma del hombre atada a la naturaleza, a su base meta-histórica, lo que significa, a su estructura impolítica. Bajo la forma natural de lo incondicionado se esconde la suposición de lo impolítico. Lo cual nos resulta sospechoso. Pero, no nos anticipemos.
Siguiendo este conjunto de suposiciones, se hizo popular la práctica en el ambiente de la industria cinematográfica, de clasificar las películas según el relato mítico general que las recoge en una identidad genérica: Edipo, Hamlet, Prometeo…“Todo relato reducido a su mínima expresión narrativa coincide con patrones comunes empleados a lo largo de la tradición literaria y cinematográfica” . A pesar de la diversidad que ofrecen las distintas propuestas narrativas de cada film, hay una serie de rasgos genéricos que permite englobar las diferencia según una cuadrícula de identidades. Se trata de una serie de premisas dramáticas fundamentales y a priori, que se encuentra en la base de todo buen relato.

Varios autores han sostenido que el número de las situaciones dramáticas explotadas en las obras del patrimonio cultural mundial es limitado, variando sin embargo este número entre 36 (Georges Polti) y 200.000 (Etienne Sourieau). Estos intentos de repertorio confirman la idea de que las historias se estructuran según unos patrones, siendo la sujeción al modelo más o menos sistemática y más o menos estricta, según las circunstancias .

Solventándose sobre esta suposición, diversos estudios del guión y de la escritura dramática cinematográfica postularon una serie de tramas arquetípicas que denominaron las Tramas maestras. Tramas fundamentales que permiten agrupar en la cuadrícula que las recoge el grueso de la producción narrativa del hombre.

Las tramas maestras y la figura del héroe.
No han sido pocos lo analistas, teóricos y guionistas que se han lanzado a ofrecer su propia lista de historias paradigmáticas o de temas universales. Los teóricos del guión clásico insisten en la necesidad de establecer una lista definitiva de Tramas maestras que regulen, de acuerdo con patrones modeladores, los principios temáticos y formales de la composición de los relatos. Así, por tocar uno de los ejemplos más vistosos, Phillipe Parker nos ofrece una lista de diez tramas básicas y de ocho temas fundamentales. En su reconocido libro, Arte y ciencia del guión, Parker intenta articular un entramado sólido de principios estructurales para el incierto arte de escribir guiones. En su esfuerzo, se lanza a formular una serie de paradigmas temáticos y formales imprescindibles para todo buen guionista. Sólo por dar un ejemplo nos detendremos rápidamente en su listado:

En lo tocante al análisis de los temas, claro está que cada narrativa presenta su propia inquietud temática. No obstante, estos temas particulares pueden ser agrupados bajo ocho tipos o categorías temáticas que expresan las experiencias humanas más relevantes y reflejan las necesidades humanas más comunes .

Para Parker, en sentido temático, todo relato se deja subsumir en alguna de las siguientes ocho categorías: el deseo de justicia, la búsqueda del amor, la moralidad de los individuos, el deseo del orden, la búsqueda del placer, el miedo a la muerte, el miedo a lo desconocido y el deseo de aprobación y reconocimiento.
No sólo Parker nos ofrece una tipología de este estilo. Esta práctica se ha hecho bien usual dentro de ese subgénero literario que ha llegado a constituirse bajo el título de “manuales de escritura de guión para cine y TV”. Podríamos hacer un seguimiento detallado a una infinidad de teóricos del guión que se aventuran a ofrecer sus propias listas de tramas maestras. Todos ellos varían en cantidad y en contenidos. Sin embargo, todos coinciden en su voluntad de ofrecer una suma limitada de alternativas fundacionales del relato. Finalmente, se trata de limitar lo humano en la cuantificación de su narrativa y en su exposición como incondicionada, universal e intemporal.
Entre estos análisis del relato, hay uno que resulta particularmente llamativo. Se trata de un estudio antropológico de milenarias narraciones míticas provenientes de muy diversas culturas. Allí se intenta establecer desde las ciencias humanas el fundamento antropológico universal del arte de narrar. Se trata de El héroe de las mil caras , elaborado por Joseph Campbell. Este estudio nos interesa por dos motivos fundamentales: como primera medida, por la amplia aceptación que ha tenido como soporte teórico dentro de la producción cinematográfica clásica. Lo que le ha significado ser muy influyente para los guionistas y directores de las últimas décadas. Y, como segunda medida, por su relación manifiesta con las ciencias del hombre como lo son la antropología y el psicoanálisis. En una mezcla disciplinar que bebe de esta doble fuente, Campbell se propone fundar las bases a priori de la constitución de los relatos. En la narrativa del mito, en el viaje del héroe, dice Campbell, se esconde toda una inmensa simbología tan rica como intrincada. Por ello, Campbell busca “Reunir un grupo de mitos y cuentos populares de todas partes del mundo y dejar que los símbolos hablen por sí mismos” . Gracias al manual de interpretación de nuestra simbología espiritual que es el psicoanálisis, “Los paralelos se harán inmediatamente aparentes, y se ha de desarrollar una constante vasta y asombrosa de las verdades básicas que el hombre ha vivido en los milenios de su residencia en el planeta” . Desde el inicio de su investigación, Campbell es claro: en el mito se encuentra la clave de acceso a nuestra vida emocional más intensa. Allí se encuentra la base de lo que somos en cuanto hombres, de tal forma que, sea cual sea nuestra forma de expresión espiritual, siempre estará tras ella oculta la invisible pero poderosa estructura del relato mítico.

El héroe.
Dentro de la amplísima gama de figuras simbólicas que se dejan reconocer en el legado mitológico que despunta en los relatos populares, Campbell decide centrarse en una particular. Su estudio otorga particular protagonismo a la figura del héroe como lugar en que se condensan las fuerzas de los sueños, las narraciones y los mitos. En el héroe toma cuerpo el nacimiento de aquel que se transforma. El héroe es la encarnación de una transformación, de allí su valor central. Así nos ofrece el texto una caracterización rápida del héroe: “El héroe, por lo tanto, es el hombre o la mujer que ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas, personales y locales y ha alcanzado formas humanas generales, válidas y normales”. Heroísmo y normalidad: esa parece ser la clave de la terapia que es todo relato. El héroe es quien renace y por quien nuestros fantasmas se conjuran. En el héroe se encarnan, así, las lecciones aprendidas durante la dolorosa maduración. Entonces, aunque el hombre moderno ya no cree en mitos, puede aprender grandes lecciones de profano heroísmo en los personajes de sus dramas seculares. Nuestra alma, arrojada al mundo, está irremediablemente lanzada a la aventura de su maduración y, nos dice Campbell, parece que el héroe puede ofrecernos el modelo para enfrentar saludablemente esta dolorosa pero fundamental experiencia. Entenderemos entonces al héroe como aquel que se lanza a la aventura de su transformación y en ello se juega la propia vida:

El camino común de la aventura mitológica del héroe es la magnificación de la fórmula representada en los ritos de iniciación: separación-iniciación-retorno, que podrían recibir el nombre de unidad nuclear del monomito. El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa a su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos .

Resulta sorprendente la similitud que se abre entre la figura del héroe que caracteriza Campbell como aquel que atraviesa una aventura, y la definición orgánica de la fábula y del carácter que desde hace más de veinte siglos Aristóteles ofreció en su Poética. Para ambos se trata del desarrollo de una única acción encarnada en un agente dinámico que progresa diacrónicamente hasta la consumación definitiva de sus actos. Es decir, Campbell parece constatar por la vía del psicoanálisis y la antropología los principios aristotélicos de la mimesis trágica. Los presupuestos de organicidad, causalidad, unidad y totalidad gobiernan el principio de la acción del héroe en el que se cristalizan las fuerzas vitales de nuestra humanidad. El héroe, para Campbell, es aquel que actúa progresivamente al ser lanzado a la aventura, todo con la intensión de recuperar la estabilidad perdida. De tal suerte que, en plenitud de conocimiento de lo que está en juego, se dispone a actuar de acuerdo con los medios con los que cuenta para recuperar su mundo. “El modelo clásico se basa en un pragmatismo orientado hacia el fin, hacia el resultado: desde esta perspectiva, incluso el inconciente del personaje puede integrarse en la acción valoradora para constituir un personaje pleno” . En esta travesía, los actos heroicos evolucionan orientados por la perfecta línea trazada debido a un deseo de restitución del mundo ordinario. Como en la tragedia o en el relato cinematográfico clásico, entre el viaje mítico y el héroe hay una clara colaboración que permite articularlos orgánicamente en una unidad completa. Aristóteles encontraba en la naturaleza el modelo de composición de la bella obra; ahora, en los tiempos modernos, Campbell se soportan en los estudios de las ciencias del hombre para fundar científicamente los principios de la bella narrativa. Estos principios estructurales de la acción del relato son lo mismos principios que gobiernan la dinámica de nuestros deseos, temores y aspiraciones en cuanto hombres. Es decir, en breve, con Campbell, en lo relativo al mito y al héroe, asistimos a una suerte de mimesis antropológica. En consecuencia, si atendemos esta postura, en el relato orgánico es la naturaleza la que se expresa poéticamente y, para ser más precisos, la naturaleza humana. Naturaleza que, justamente por su calidad de incondicionada, de meta-histórica, aparece como impolítica. Fundar el relato sobre la naturaleza significa liberarlo de todo compromiso con la política. Lo que significa, si volvemos sobre la obra de Walter Benjamin, rechazar la más propia y digna de las tareas del arte en el presente.
Continuando con su exposición detallada de los rasgos característicos del héroe, Campbell establece una estructura funcional en la cual es posible encuadrar cualquier tipo de temática. Es decir, el héroe se define más por una serie de operaciones narrativas articuladas entre ellas, que por contenidos épicos o religiosos particulares. El héroe es aquel que se lanza a un viaje radical. Aventura que se estructura según una serie de etapas que se suceden secuencialmente hasta llegar a significar la transformación final del héroe como maduración. En suma, el héroe es aquel que viaja –objetivamente por el mundo, o subjetivamente en un proceso de evolución personal-. Así, la función narrativa “héroe” se define más como una forma estructurada de la narración que como un contenido particular, de tal suerte que es posible afirmar heroísmo tanto de Odiseo en su viaje de regreso a Ítaca, como de cualquier hombre ordinario que se trace un objetivo claro y se transforme en su búsqueda. “Ya sea el héroe ridículo o sublime, griego o bárbaro, gentil o judío, poco varía su jornada en lo esencial” .
Casi cuarenta años después de la publicación de El héroe de las mil caras, texto publicado con una declarada voluntad científica y antropológica, Christopher Vogler, reconocido analista de guiones, decide apropiarse de las lecciones dramáticas más valiosas del estudio de Campbell y reinterpretarlas en clave de manual de guión. Este experimento generó el archifamoso libro: El viaje del escritor. Allí, Vogler brinda una síntesis del denominado viaje del héroe con la intención de darle a los guionistas un manual de escritura que a la vez, como él dice, opere casi al modo de un manual para la vida. El viaje del héroe encuentra sus raíces en la vida misma. Vogler señala lo siguiente:

Llegué a la creencia de que el viaje del héroe no es más que un manual para vivir, un completo manual de instrucciones para el desarrollo del arte de ser humano.
El viaje del héroe no es una invención, antes bien se trata de una observación. Es el reconocimiento de un hermoso deseo, de unos principios que gobiernan la conducta de la vida y el mundo de la narración de historias, del mismo modo que la física y la química rigen el mundo físico que nos circunda .

De eso se trata la forma del héroe, la estructura de su viaje: es un modelo de humanidad enraizado en la naturaleza misma. Como en la química y la física, estos principios no son objeto de una creación, sino de una observación científica rigurosa. Esto es, con Vogler se ha naturalizado al héroe y, de nuevo insistimos, donde hay naturaleza, parece, la política está fuera de lugar. Así como, se suele creer, el biólogo no hace política frente al microscopio, el guionista o el director tampoco lo harían frente a la pantalla.
Hemos visto, entonces, de qué manera el modelo narrativo clásico, acudiendo al discurso de la ciencias humanas se legitima como práctica universal de construcción de historias. Pero, adicionalmente, apoyándose en el suelo firme que le otorga tal cientificidad, dice hablar en nombre de la naturaleza, asegura hablar el lenguaje impolítico de lo que ha sido, es y será. Como muy bien lo nota Francis Vanoye, “Puede ponderarse también lo que este modelo debe a las especulaciones científicas y positivistas de la época-realista naturalista ”. Habría que ver entonces, y esa es la tarea futura de esta investigación, de qué manera el modelo dramático del cine clásico, expuesto así como lo hemos hecho, contiene la misma voluntad política, silenciosa pero normalizadora, que orienta a las ciencias humanas desde una óptica foucaultiana. Se trata en este caso de un saber-poder, de un discurso teórico que influye, casi hasta la determinación, sobre la práctica cinematográfica otorgándole valor de arte. Pero, además, naturalizando un cierto modelo de humanidad gobernado por ciertos patrones y valores de conducta organizados según la norma que distribuye la acción de los hombres. Es claro, el director de cine no me gobierna como lo hace el psiquiatra, pero, eso no impide ver las manifestaciones de la sociedad disciplinar incluso en el espacio del séptimo arte. Esta asociación nos lanza de nuevo, con mejores herramientas, al asunto del anacronismo de la cinematografía que obedece a este modelo. Estamos preparados para lanzar la pregunta crucial de este artículo: ¿Qué hace que el cine herede la tradición mimética releída en clave burguesa en el contexto de la crisis de la mimesis que significan las vanguardias? ¿Porqué acudir a la naturaleza en el momento en que el arte se propone desmentir todo presupuesto natural? Este punto nos resulta crucial pero debemos esperar el desarrollo de esta investigación para atender sus resultados.