domingo, 13 de febrero de 2011

LO DIGITAL ENTERPELA A LO JURÍDICO: EL CASO CINEMATOGRÁFICO.

Por: Juan David Cárdenas.

A mediados del 2009 Joel Tenenbaum, estudiante del doctorado en física de la Universidad de Boston, protagonizó el que ha sido probablemente el juicio por violación de derechos de autor más sonado de los últimos años. Caso que nos recuerda querellas jurídicas como la que enfrentó a dos gigantes del peso de Metallica y Napster. Desde el 2005 él fue notificado de una demanda en su contra por descargar y compartir aproximadamente 30 canciones a través de los servicios de almacenamiento y distribución gratuita de archivos que ofrece la red.
Lo que empezó como una notificación intrascendente se fue convirtiendo con el tiempo en una demanda millonaria. Ya para el 2007, cinco casas disqueras se unieron para dar la batalla legal contra este hombre del común. Al enterarse del caso, el profesor de Derecho de la universidad de Harvard, Charles Nesson, y un puñado de sus estudiantes, asumen la defensa de Tenenbaum en una clara actitud de descontento hacia las formas legales que hacen posibles este tipo de demandas. Finalmente, el jurado obligó a Tenenbaum a pagar la suma de 675 mil dólares en total –unos 22 mil quinientos por canción-. No hubo figura jurídica que defendiera el uso que hacía este hombre de los datos a través de la red.
Pero, aquí no nos interesa tanto ocuparnos de la filigrana del caso jurídico, como el reconocimiento de un hecho que, aunque evidente, parece desatendido en el ámbito de la producción intelectual en torno a las nuevas tecnologías. Nos referimos a que la transformación material de los medios de producción y almacenamiento de la información siembra la semilla de nuevas formas de uso de estos materiales. Formas que reclaman nuevas figuras jurídicas que sean sensibles a esta generalizada mutación. O mejor, para formularlo en términos más técnicos, así como Marx reconoció que la transformación material que se encuentra en la base histórica del capitalismo, con la aparición de las máquinas y su subsecuente concentración en la fábrica, viene acompañada de la transformación jurídica que legaliza la propiedad privada; nosotros insistiremos que el cambio tecnológico y social que significa la digitalización de las obras de arte –y en particular nos interesa la obra cinematográfica- obliga a una transformación jurídica que no se ve venir. En suma, nuevas condiciones materiales arrastran consigo nuevas formas del uso, que a su vez, reclaman una nueva sensibilidad jurídica. Sin embargo, parece que los teóricos pasan por alto esta urgencia. Es decir, aunque es posible reconocer una actitud activa de varios sectores en relación a la tensión en torno al asunto de los derechos de autor tanto al nivel de las acciones concretas de ciertos colectivos y personalidades, como incluso de académicos y estudiosos, no se ha reparado mucho en la relación de inmanencia que existe entre la actualidad de esta disputa y la emergencia de las nuevas tecnologías digitales . Nuestro aporte apunta en esta dirección, a saber, a establecer los vínculos de necesidad que se tejen entre la urgencia histórica de repensar la legalidad a propósito de los derechos de autor y la emergencia histórica de una nueva plataforma material, la digital, de producción y distribución de las obras.
El conocido libro de Lev Manovich (Manovich, 2005) dedicado a los nuevos medios nos sirve de recurso de ilustración de la desatención que se pueden tejer entre la transformación material que significan las nuevas tecnologías digitales y la urgencia de una concomitante transformación legal. Se trata de un juicioso texto que parte del análisis de la transformación técnica que representa el paso de las imágenes análogas a las digitales y, partiendo de ello, se lanza a pensar las nuevas posibilidades de producción de obra en un mundo digitalizado. Es decir, la reflexión se concentra en las transformaciones al nivel de la producción de obra en la era digital, pero desatiende un elemento acompañante pero decisivo, a saber, las nuevas formas de distribución y de acceso a las obras. Elemento que interpela, como veremos, la juridicidad vigente en torno a la obra y a los derechos de autor.
Si nos concentramos, por ejemplo, en el análisis que Manovich hace de las consecuencias que la digitalización de la imagen cinematográfica ha desencadenado en el cine, podremos ver lo parcializado de su estudio. Él, de una manera muy acertada, asegura que el cine ha sido redefinido por las tecnologías digitales, pues, fundamentalmente, éste ha dejado de ser un mero registro mecánico de la relación entre los objetos y la luz, al modo de la cinematografía análoga, para devenir más bien una especie de híbrido entre el registro técnico y una especie de pintura con pincel electrónico. Pincel que, en este caso, sería el software de tratamiento de la imagen al modo de After Efects. Los rasgos más visibles de esta transformación se expresan para Manovich al nivel de las nuevas formas de producción e intervención de la imagen cinematográfica digital. En sus propias palabras: “Un signo visible de este cambio es el nuevo papel que los efectos especiales creados por ordenador han pasado a desempeñar en la industria de Hollywood de los noventa” (Manovich, 2005, p. 374) . Siguiendo esta formulación, en el texto se afirma una serie de principios característicos de lo digital por oposición a las tecnologías analógicas. Principios que van desde la simulación de espacios y lugares por la animación en 3D, lo que significa una desvinculación de la imagen videográfica de la realidad, hasta la indistinción actual entre montaje y efectos especiales –lo cual era sumamente diferente en el soporte análogo-. Así, Manovich llega a la siguiente afirmación:

Dados los anteriores principios –expuestos acá de manera bastante sumaria-, podemos definir el cine digital de esta manera: cine digital = material de acción real + pintura + procesamiento de imagen + composición + animación 2D por ordenador + animación 3D por ordenador (Manovich, 2005, pp. 375-376) .

Es claro de qué manera hay un énfasis en la transformación de los procedimientos de obtención-producción y de manipulación de la imagen y, en consecuencia, del estatuto de su relación con la realidad y la fantasía. Con el cine digital la imagen fílmica se aproxima a la pintura , algo sumamente diferente a lo que ocurre con la cinematografía análoga. De allí que Manovich considere que todos los esfuerzos de las vanguardias por intervenir la imagen fotográfica y cinematográfica analógica por medio de recursos como el collage y el fotomontaje, encuentran en las tecnologías digitales su forma más elaborada.

Un efecto general de la revolución digital es que las estrategias de la estética de vanguardia pasaron a ser incluidas en los comandos y las metáforas de interfaz de los programas de ordenador. En definitiva, la vanguardia acabó materializándose en el ordenador (Manovich, 2005, p. 381).

De acuerdo con este diagnóstico, tenemos una caracterización positiva de las nuevas imágenes digitales en relación a las antiguas análogas. Aunque sumamente esclarecedor y pertinente, el contenido de este diagnóstico nos resulta aún demasiado sesgado, pues, aunque introduce variables definitivas en relación a la producción e intervención de la imagen digital, pasa por alto una serie de elementos relativos a las nuevas formas de distribución de este tipo de material. Nuevas formas que se expresan en usos inéditos de las obras cinematográficas que interpelan los presupuestos jurídicos y políticos de nuestras sociedades tardo-modernas.
Con el deseo de superar este sesgo, intentaremos establecer una serie de aspectos técnicos definitorios de la imagen cinematográfica en la era digital para hacer visibles las condiciones políticas de estos nuevos usos de las obras. Para ello, debemos establecer un diálogo con las anteriores tecnologías analógicas. Diálogo que hará brillar ciertos aspectos aún opacos de esta transformación.



Lo análogo: masa y autoría.
Cuando Walter Benjamin problematiza el asunto del arte con la aparición de los mecanismos técnicos de reproducción de la imagen, establece una serie de principios que delimitan el espacio político y artístico moderno en un claro contraste con la tradición clásica. La conquista de la técnica por el arte significa un cambio irreversible en el carácter de la obra. Cambio que Benjamin resumen en su ya conocida formulación de la pérdida del Aura (Benjamin, p. 1973): dada la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la distinción entre el original y la copia, tan cara a la tradición clásica, se desvanece. Mientras podemos distinguir un original de Velásquez de sus copias y falsificaciones, jamás podremos siquiera suponer esta posibilidad con una fotografía o con una obra cinematográfica. “Del aura no hay copia” (Benjamin, 1973, p. 36). Todas las copias de una foto o de un film detentan el mismo estatuto dada su naturaleza técnica. Esto significa que, con la irrupción de la técnica en el ámbito de la imagen, la distinción entre original y copia se ha hecho histórica y materialmente improcedente. Así mismo, con la pérdida de la singularidad del original, dice Benjamin, ésta ha perdido su autoridad. La obra singular e irrepetible ha dejado de ser tal y ha dado paso a un nuevo tipo de experiencia estética. Mientras el cuadro original o el templo inimitable convocan a la tradición en torno suyo en la experiencia de su aquí y su ahora, un film americano puede ser proyectado en simultáneo en Berlín, París y Sudán. El carácter vinculante de la obra, aquello que convoca a un pueblo y su tradición en torno suyo, ha cedido su lugar a favor de un nuevo tipo de arte, de un arte de masas . El arte, en la época de su reproductibilidad técnica, ha transformado así su función social. Ha dejado de ser un arte ritual para convertirse en un arte de masas, lo que es, en un arte político. Ya lo decía Walter Benjamin a propósito de la fotografía. Hay una función social nueva de la imagen por la aparición de la fotografía: “Traer más cerca de nosotros las cosas (o, más bien, de las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier situación reproduciéndolo)” (Benjamin, 2008, p. 42). La superación de lo irrepetible y el acercamiento de la imagen a las masas son un efecto privativo de un arte mecánico. Por el contrario, el arte premoderno, anclado a la díada original/copia, es irrepetible, distante y selectivo, en tanto no se acerca a las masas, sino que espera en su singular aquí y ahora. No puedo transportar la pirámides de Egipto, pero sí puedo cargar en el bolsillo su fotografía. De ahí que, en la imagen fotográfica, ellas pierdan algo de su aura, pero ganen en acercamiento a las masas. Y es aquí, en el elemento de aproximación de la obra a las masas, donde se juega el quid de nuestra preocupación. La función social del arte desde mediados del siglo XIX, producto de su reproductibilidad técnica, no se justifica ya por su relación con la belleza ni con la verdad, no se justifica ya por su carácter ritual, sino por su relación positiva con las masas, por su carácter de arte de masas. Benjamin lo formula en los siguientes términos:

En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual, aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política (Benjamin, 1973, pp. 27-28).

Así, la justificación del arte en estas condiciones es política en tanto su carácter técnico supone en simultáneo su relación mediata o inmediata con las masas .
Acompañando a la politización del arte por su tecnificación, Benjamin señala de paso otro aspecto que trasmuta en el ámbito del arte. Aspecto que resulta definitivo para nuestras preocupaciones y sobre el que intentaremos adentrarnos. Se trata de lo inapropiado de evaluar las formas del arte reproducible técnicamente según las categorías de un arte pretérito. Benjamin denuncia el uso incontrolado de conceptos heredados que resultan inconsecuentes con las nuevas prácticas del arte técnico. Entre estas categorías incluye la de genialidad (Benjamin, 1973, p. 18). Cuando la imagen es producida por un mecanismo, como por ejemplo lo es la cámara, la noción del genio tras la obra debe ser reformulada. La fascinación de la modernidad temprana y sobre todo del romanticismo por la categoría autor-genio, debe ser repensada de acuerdo con las condiciones técnicas que imponen el cine y la fotografía. De ahí el malestar que sentía, por ejemplo Baudelaire, frente a la fotografía como arte, pues, para él, era una contradicción desde su base la posibilidad de un arte técnico (Baudelaire, 1996, pp. 131-133). No era posible sostener un arte técnico, exacto –como lo llamaba el poeta-, y a la vez espiritual, es decir, humano. No es posible un arte cuyo autor sea, en cierto sentido, un mecanismo. Y es aquí donde llamamos la atención. Dada su naturaleza técnica, el arte reproducible obliga a reformular el asunto de la autoría. Como muy bien lo intuye Andrè Bazin a propósito de la fotografía:

Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a la presencia del hombre. (…) Por primera vez una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor (Bazin, 2006, pp. 26-28).

No afirmamos en el mismo sentido la autoría del pintor que la del fotógrafo o la del camarógrafo de cine. Es decir, la categoría autor es inmediatamente reformulada de acuerdo con la transformación material que representa el dispositivo técnico de producción y reproducción de la imagen. Como lo asegura Jean-Marie Schaeffer (Schaeffer, 1990, pp. 116-156), la fotografía nos permite emanciparnos de la ontología dominante del arte como una actividad productiva autoral. Ya no actúa tanto, por lo menos no en primera instancia, la imaginación creativa del autor, sino, por el contrario, el determinismo técnico del dispositivo mecánico. Así, las artes mecánicas obligan a repensar la categoría estético-jurídica de autor. Reflexión de la que el derecho se abstrae por conservadurismo económico, lo que es, por sus clarísimos vínculos de complicidad con el sistema de producción en la era nuestra sociedad espectacular.
Hemos visto hasta el momento, de qué manera la transformación técnica trasladada al ámbito del arte significa una doble mutación. Por un lado, representa el cambio de la función social de la obra que pierde su valor cultual y adquiere un nuevo carácter al devenir arte de masas. Por otro lado, pero también derivado de la irrupción de la técnica en el campo del arte, hemos intentado mostrar de qué manera la categoría moderna de autor exige una reformulación en el contexto de las artes técnicas como el cine y la fotografía. Sea como sea, en ambos casos, en el devenir masivo o en la reformulación de la categoría autor, el asunto se orienta en un sentido jurídico político. El carácter de la obra, su sentido social y la legalidad que la rodea, presionan. Ahora bien, con la transformación reciente que significan las tecnologías digitales, dicha presión se concentra e intensifica. Se concentra, como intentaremos mostrar, en cuanto el doble elemento de la masa y de la autoría se vincula en un mismo movimiento y, por otro lado, se intensifica, en cuanto lo digital alimenta la emergencia de usos incontrolables que se extienden a lo largo de una sociedad global y que interpelan desde lo concreto de la praxis la juridicidad vigente.

Lo digital: una nueva política para la masa tardo moderna.
Con la aparición reciente de las tecnologías digitales y de la World Wide Web, han sido muchos los teóricos que se han lanzado a pensar las transformaciones que esto significa para la obra de arte y para el arte en general. Particularmente en el campo de la imagen digital, de la fotografía y del cine, la producción teórica ha reconocido en este acontecimiento un gran estímulo. Sin embargo, como señalábamos líneas arriba, los análisis se concentran mayoritariamente en lo relativo a las nuevas posibilidades de manipulación de la imagen y de producción de obras, lo cual es claramente urgente de ser pensado, pero resulta insuficiente y hasta absorbente en relación a otras aristas del problema. Trataremos, entonces, de establecer un análisis de la transformación material que significa la emergencia de las tecnologías digitales con el fin de dirigir ésta reflexión en el sentido jurídico-político de los usos sociales de las obras cinematográficas que tanto nos interesan.
Durante la década de los noventa, con la acelerada digitalización de la información y la estandarización del uso social de Internet, el arte en general experimenta una transformación en paralelo a la mutación de la vida moderna. De nuevo, como con la aparición de la fotografía y el cine, la vida social moderna se ve abocada a una transformación material-espiritual. Transformación de la cual apenas saboreamos las primeras consecuencias, pero que parece puede llegar a desencadenar cambios realmente inusitados.

Cabe pensar que, igual que la imprenta en el siglo XVI y la fotografía en el siglo XIX tuvieron un impacto revolucionario sobre el desarrollo de la sociedad y la cultura modernas, hoy nos encontramos en medio de una revolución mediática, que supone el desplazamiento de toda la cultura hacia formas de producción, distribución y comunicación mediatizadas por el ordenador. Es casi indiscutible que esta nueva revolución es más profunda que las anteriores, y que sólo nos estamos empezando a dar cuenta de sus efectos iniciales. De hecho, la introducción de la imprenta afectó sólo una fase de la comunicación cultural, como era la distribución mediática. De la misma manera, la introducción de la fotografía sólo afectó a un tipo de comunicación cultural: las imágenes fijas. En cambio, la revolución de los medios informáticos afecta a todas las fases de la comunicación y abarca la captación, la manipulación, el almacenamiento y la distribución: así como afecta también a los medios de todo tipo, ya sen textos, imágenes fijas y en movimiento, sonido o construcciones espaciales (Manovich, 2005, p. 64).

Se hace urgente, de acuerdo con este diagnóstico, establecer las magnitudes de esta transformación para visibilizar los efectos que desde hace un par de años venimos experimentando de manera inconsciente y que con seguridad irán desencadenando mutaciones cada vez más enraizadas en nuestra vida social. Efectos que irradian esferas tan heterogéneas como la artística, la cultural y hasta la que acá nos interesa, la político-jurídica. Todo esto con miras a establecer, en un campo muy preciso, lo que ocurre y cabría esperar del sistema de producción actual, de las formas jurídicas que lo protegen a la vez que lo entorpecen y de los usos sociales que actualizan virtualidades insospechadas de la modernidad tardía. Con el fin de esclarecer la magnitud de lo que ocurre y de lo que vale esperar, nos serviremos rápidamente de la genealogía que ofrece Lev Manovich de esta transformación material, pues nos puede resultar sumamente esclarecedora de acuerdo con los fines de esta investigación.
En una intuición sumamente aguda, Manovich encuentra una coincidencia histórica entre los primeros esfuerzos de informatización de datos y la emergencia de la fotografía. Mientras en 1833 Charles Babbage empieza a diseñar una precaria máquina de procesamiento de datos que aspira a ofrecer las funciones de un ordenador estándar actual, Niepce y Daguerre, cada uno por separado, se esfuerzan por perfeccionar lo que seis años más tarde, en 1839, sería exhibido como el principio de la revolución fotográfica moderna. Claramente la fotografía se impuso de inmediato, mientras que la revolución informática debería esperar casi un siglo para estallar con todo su poder. No obstante, el impulso motor de ambas búsquedas parece sólo ser posible dentro del contexto de las grandes sociedades de masas modernas. Parece que la fotografía y la informática beben del mismo espíritu de época.

No debería sorprendernos que ambas trayectorias, el desarrollo de los medios modernos y el de los ordenadores, arranque más o menos al mismo tiempo. Tanto los aparatos mediáticos como los informáticos resultaban de todo punto necesarios para el funcionamiento de las modernas sociedades de masas. La capacidad de difundir los mismos textos, imágenes y sonidos a los mismos ciudadanos –para garantizar así unas mismas creencias ideológicas- resultaba tan esencial como la capacidad de mantener un registro de los nacimientos, los datos del empleo y los historiales médicos y policiales. La fotografía, el cine, la imprenta Offset, la radio y la televisión hicieron posible lo primero, mientras que los ordenadores se encargaron de lo segundo. Los medios de masas y el proceso de datos son tecnologías complementarias, que aparecen juntas y se desarrollan codo con codo, haciendo posible la moderna sociedad de masas (manovich, 2005, pp. 67-68).

Tenemos entonces una intuición realmente cercana a la benjaminiana. Tanto Manovich como Benjamin encuentran una relación directa entre la emergencia y consolidación de una sociedad de masas y la entrada en escena de un nuevo régimen técnico de las imágenes. Sin embargo, pese a esta proximidad, no debemos acercar hasta la identificación la revolución de la tecnología análoga con la que suscitó la era digital. Aunque esta relación arte-técnica-masas ya aplicaba a las tecnologías análogas, el modo particular de lo digital es bien distinto y por tanto su relación con la política de lo masivo debe ser pensada desde su naturaleza técnica concreta. Sólo comprendiendo la singularidad técnica de la revolución digital diferenciada de la análoga, podremos entender el modo novedoso de sus consecuencias .
Con la digitalización de la imagen, ésta deviene dato, es decir, expresión discreta de un función numérica. Así, la tradición mediática y la informática se hibridan en un dispositivo unificado. Es decir, la imagen se comporta como un cúmulo de datos y por tanto altera sustancialmente su naturaleza. De este maridaje entre la imagen y la forma-dato se desprende todo lo demás. Podemos formular esta hibridación entre la mediática y la informática de la siguiente manera:

Todos los medios actuales se traducen a datos numéricos a los que se accede por ordenador. El resultado, los gráficos, imágenes en movimiento, sonidos, formas, espacios y textos se vuelven computables; es decir, conjuntos simples de datos informáticos (Manovich, 2005, p. 71).

De acuerdo con esta matematización de la imagen, se sigue una serie de consecuencias que distancian irreconciliablemente lo analógico de lo digital. Sin embargo, entre todas las mutaciones producidas por la tecnología digital, hay una que capta particularmente nuestro interés: cuando la imagen deviene dato numérico, las formas de su almacenamiento se transforman. Ya no se trata de un almacenamiento material en un espacio determinado, sino más bien de un almacenamiento en “bases de datos” informáticas. Mientras el celuloide del cine analógico se acumula espacialmente en bodegas y anaqueles, la imagen digitalizada ocupa espacio informático, lo que significa, posee un cierto “peso” numérico dentro de los dispositivos para el almacenamiento virtual.

La sociedad moderna, que comenzó en el siglo XIX, desarrolló tecnologías mediáticas que automatizaron la creación: las cámaras de foto y de cine, el megáfono, el magnetoscopio, etc. Dichas tecnologías nos permitieron, en el transcurso de ciento cincuenta años acumular una cantidad sin precedentes de materiales mediáticos: archivos fotográficos y sonoros, filmotecas…Y esto llevó al siguiente paso en la evolución de los medios, que es la necesidad de nuevas tecnologías para almacenar, organizar y acceder de manera eficaz a esos materiales (Manovich, 2005, p. 81).

La acumulación de información mediática depende de los procesos digitales del computador que traduce el código numérico en imagen y sonido. Datos numéricos que se acumulan en un raudal informático que crece a velocidades exponenciales. Por tanto, no sólo se transforman las maneras del almacenamiento, sino que ello además implica una automatización de este proceso. Al automatizarse el almacenamiento de la información digitalizada, que viene acompañada de la automatización de los procesos de producción en intervención de la imagen, se disparan tanto la velocidad de estos procesos como las cantidades de datos almacenables. El devenir dato de la imagen significa, a su vez, el incremento de su abundancia. Y es justamente por esto, por la urgencia de almacenamiento, por lo que surgen alternativas mediáticas como Internet. “Internet, que podemos considerar como una gran base de datos de medios distribuidos, cristalizó también la nueva condición básica de la nueva sociedad de la información: la sobreabundancia de datos de todo tipo” (Manovich, 2005, p. 81). Así, con la aparición en los noventa de la red, la forma de ofrecerse de la obra artística cambia por completo y, de acuerdo con esto, se transforma también la manera de acceder a ella. Recordemos algo evidente, Internet, además de ser ese gran cúmulo de información según lo hemos caracterizado, es, como su mismo nombre lo sugiere, una gran red, una plataforma de múltiples conexiones que se redimensionan a altas velocidades. De este modo, con la aparición de esa gran plataforma de almacenamiento, el mundo de las obras se ofrece como un acumulado que tiende al infinito y, a su vez, transmuta en un espacio de relaciones abiertas entre las obras, entre los usuarios y las obras y entre los usuarios mismos. Espacio relacional que significa la virtualización de la obra . Esto es, la obra se abre en sus relaciones de tal forma que, por ejemplo, a la antigua obra cinematográfica proyectada sobre la pantalla del teatro en circunstancias de exhibición restringidas por los circuitos comerciales, se le opone el film abierto para sus usos diversos en la red. Usos heterogéneos: quien descarga la obra para verla hasta aprenderla de memoria, quien se sirve de ella en archivo para manipularla en un ejercicio de montaje, quien simplemente la descarga con fines estratégicos pedagógicos o quien decide verla por fragmentos sin acabarla. No hay que ser experto. Éstos son sólo algunos entre tantos otros usos que no alcanzamos a imaginar.
Entonces, el mundo del arte y en particular del cine –que es el que nos preocupa- se sugiere como una colección interminable, desestructurada y multiforme de imágenes, de textos sobre ellas y de apropiaciones diversas en las que cada obra traza su propia línea de multiplicación y devenir. De acuerdo con ello, “resulta adecuado que queramos desarrollar una poética, una estética y una ética de esta base de datos” (Manovich, 2005, p. 285). Nuestro deseo apunta en el sentido de llamar la atención ya no sobre una poética de la virtualidad de la obra cinematográfica, sino más bien sobre una juridicidad del cine apoyada en una nueva ontología técnica del medio.
Pensada así, la nueva situación de la obra en relación a las estrategias de su exhibición y distribución, el problema de su puesta en contacto con su público tentativo supone una reformulación del asunto del acceso. La sustancia del problema se desplaza de la disponibilidad material y espacial de la obra en relación a su público a un asunto de rastreo y de ubicación de la información en la red. Es decir, pasamos de las estrategias comerciales de distribución a las informáticas del rastreo de los datos.

A finales del siglo XX, el problema no era crear un objeto de los nuevos medios, pongamos una imagen, sino cómo encontrar ese objeto que ya existe en alguna parte. Si queremos una imagen determinada, hay posibilidades de que ya exista: pero puede resultar más fácil crearla desde cero que encontrarla (Manovich, 2005, p. 80).

De ahí la importancia de los buscadores de datos como herramientas indispensables para el desempeño de las labores más elementales en Internet. Las nuevas tecnologías suponen la distribución de los datos con suma eficacia, libre de las limitaciones espaciales que representan las formas analógicas. Y esto se debe a una razón técnica fundamental, mientras la fotografía y el cine son soportes transportables, la información digital es transmisible. Toda forma de la imagen que sea digitalizada gozará de esta facultad de transmisión. Los datos digitales, por la conectividad de la Web, son transmisibles. Con la digitalización de la información, la transmisión del mensaje puede hacerse de manera inmediata y sin los obstáculos materiales que significa el transporte.
El mensaje análogo debe ser transportado, y tal acto reclama cierta disposición de las energías de distribución en el tiempo y el espacio. Es decir, entre la emisión del mensaje, su reproducción y su distribución-transporte existe un conjunto de intervalos de tiempo, a la vez que la presencia ineluctable del espacio, que hacen que la difusión del mensaje sea aún indirecta. Hay una cierta mediación espacio-temporal entre la emisión del mensaje y su recepción dado que la información análoga debe ser transportada a través del espacio en un determinado lapso de tiempo. Mientras el soporte material de la imagen análoga debe ser desplazado en el espacio, la información digital posee la capacidad de extenderse en el espacio sin reclamar mediación temporal alguna. El espacio ha desaparecido por completo y las velocidades de distribución han aumentado a tal grado que las distancias tienden a desaparecer. De ahí el famosísimo término, estética de la desaparición, acuñado por Paul Virilio.

A la estética de la aparición de los objetos o de las personas que se destacan en el horizonte aparente de la unidad de tiempo y de lugar de la perspectiva clásica, se agrega la estética de la desaparición de personajes lejanos que surgen en la ausencia de horizonte de la pantalla catódica, en donde la unidad de tiempo prevalece sobre la del lugar del encuentro: la perspectiva del tiempo real de la gran óptica reemplaza definitivamente las performances de la pequeña óptica del espacio real (Virilio, 1997, p. 54).

Esta pérdida del espacio derivada de la condición de base de las tecnologías digitales nos instala en un panorama de reformulación del estatuto de la obra de arte y de sus relaciones de uso con la vida social de los hombres . Esto es: la caracterización benjaminiana de la pérdida del aura se intensifica por esta transformación espacial. Como muy bien lo había señalado el autor del Libro de los pasajes, la pérdida del aura de la obra de arte significa una reformulación de las relaciones espaciales con ella. El aura de la obra clásica siempre trae consigo una distancia insuperable. Una obra aurática es inalcanzable en cuanto irreproducible técnicamente y a la vez en tanto inaprensible por el sujeto de la experiencia estética. Mientras la escultura en el templo tiene su aquí y su ahora, la imagen cinematográfica, o el video digital de la misma escultura, le otorgan el don de la ubicuidad y por tanto atentan contra su singularidad. Las palabras de Benjamin sobre el asunto se hacen urgentes.

Definiremos esta última –el aura- como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es respirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanía, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción (Benjamin, 1973, pp. 24-25).

Como ya lo habíamos señalado siguiendo a Benjamin, la pérdida del aura por efecto de esta ampliación de la presencia de la obra en la era de su reproductibilidad técnica, representa su puesta en contacto con ese nuevo sujeto histórico de la modernidad que es la masa. De ahí que, con la nueva transformación que significan las formas digitales en la red que permiten que la imagen no sólo sea transportable sino además trasnmisible, la relación directa con la masa sea infinitamente más intensa. Lo que significa que la obra adquiere de una forma aún más significativa una función política. Con lo digital, la obra y la masa se hacen cosustanciales tanto como el arte y la política. Con su reproductibilidad y transmisibilidad, el archivo digital es archivo en la masa. La digitalización de la imagen tritura el aura, pero, al mismo tiempo, acentúa el carácter político de la obra de arte al acercarla a la masa como un archivo transmisible. Ya no hay que esperar a que la obra cinematográfica llegue hasta las salas de cine de nuestra ciudad para verla, basta con desarrollar una mínima habilidad en la búsqueda de archivos de datos para poseer el archivo de tal o cual película. Ya no hay excusa para que el cinéfilo no devenga un erudito, del mismo modo en que resulta inaceptable la descripción de los efectos de un film según la cínica caracterización de un arte para el mero divertimento y la distracción. Cada imagen tiene un potencial de expansión generalizada, lo que es, un amplio potencial político que le es técnicamente natural –sea tanto al servicio del Estado y del sistema como en su contra-. Con la pérdida del espacio en la transmisibilidad de los datos digitalizados, la mutación de la política cierra el giro iniciado con la transformación de la técnica durante el siglo XIX.
A la figura del flaneur que transita según recorridos inéditos para establecer una experiencia multiforme de la ciudad del siglo XIX, la cultura digital superpone una nueva figura: el flaneur de los datos, que recorre la red saltando links e hipervínculos en trazados sumamente diversos. El flaneur ya no se pierde en la masa, sino en el mundo virtual saltando de conexión en conexión y experimentando sin el respeto a un trazado previo o modelador. Así, de dato en dato. Es decir, y esto es definitivo, la proximidad espacial y temporal que facilitan las tecnologías de la teletransmisión de datos estimula el crecimiento de miles de opciones de recorridos y de usos. La era digital es la era de la multiplicación de los usos. En este caso, de los usos de la obra cinematográfica. Por su propia naturaleza técnica, lo digital no cesa de multiplicarse en su funcionalidad y esta ploriferación expresa su potencial político. Se trata, entonces, de una tecnología de la diferencia, de la producción de la diferencia. O, dicho en otros términos, de la pérdida de las identidades, de la multiplicación y desustancialización positiva de la obra de arte. Y esto significa algo sumamente importante para el cine: cuando un joven realizador de cine o un amante de los filmes se encuentran ante el gran cúmulo de cinematografías del mundo entero a su disposición en la red, no sólo su bagaje cinematográfico se amplía, sino que la noción misma del cine se multiplica. Pensemos, por dar sólo un ejemplo, en este estudiante de escuela que tiene la opción de ver a diario cine de Apichatpong Weerasethakul, de Lucrecia Martel, de Albert Serra o de Atom Egoyan y no simplemente la oferta de del monopolio de exhibidores que agobia su pequeña ciudad del terecer mundo. Para él, como para cualquier interesado, el cine se multiplica, se abre a sus posibilidades. Lo que significa que, igual que el flaneur digital, se lanza a trazados multiformes. El cine, en tanto expresión artística, se abre a un porvenir formal cargado de referencias de múltiples nacionalidades, herederas de diversas tradiciones para deshacer su identidad sustancial como lenguaje. Hay una sesación que queda tras entrar en contacto con cinematografías diversas dadas las opciones que ofrecen las tecnologías digitales en la red: se trata de la sensación de que el cine está por ser inventado, de que no hay cine, sino cinematografías, siempre en crecimiento. En la era de su reproducción y exhibición digital el cine se ha abierto más intensamente que nunca a sus devenires. No sólo la obra cinematográfica ha cambiado su función social, sino que el cine como expresión artística ve reformulada sus propias formas poéticas y su lenguaje. En este orden de ideas, en un sentido ontológico más que simplemente material, el cine se virtualiza. En la era digital el cine se abre a sus virtualidades. Así, en estas condiciones, mejor que nunca, se hacen significativas las palabras de Alain Badiou en torno al cine:

Así como hay poesía sólo en la medida en que primero hay poemas, del mismo modo sólo hay cine en la medida que hay filmes. Y un filme no es la realización de las categorías incluso materiales, que en él se suponen: categorías como imagen, movimiento, marco, fuera de campo, textura, color, texto y así sucesivamente. Un filme es una singularidad operatoria, ella misma captada en un proceso masivo de una configuración de arte. Un filme es un punto-sujeto para una configuración (Badiou, 2005, p. 19).

No hay cine en abstracto, sólo singularidades que materializan devenires y, con las tecnologías digitales de distribución de las películas, estos devenires se han liberado, en el uso, de las ataduras técnicas del celuloide. Las posibilidades de experimentación cinematográfica se enriquecen por la diversificación de los usos de los filmes y por la multiplicación de las referencias. Pero, así mismo, el elemento jurídico se esmera anacronicamente por detener esta aceleración atentando contra las posibilidades del cine mismo.

A medida que la importanción de la apropiación como estrategia artística fue creciendo, las leyes de propiedad intelectual y de acceso a materiales ya existentes se hicieron más y más restrictivas. En las décadas de 1990 y 200, los estudios cinematográficos, la industria discográfica y demás titulares de derechos de autor observaron con preocupación cómo se copiaban y se distribuían sin autorización sus activos. A través de grupos de presión consiguieron ampliar el alcance de sus derechos, así como ilegalizar todo intento de burlar las medidas de seguridad (por ejemplo, el sistema encriptadio de un DVD). Las propias campañas han desatado una agresiva campaña de lucha contra la violación de los derechos de autor, en el transcurso de la cual han recurrido a las demandas judiciales contra particulares que compartían ilegalmente su música a través de Internet (Tribe & Jana, 1998, p. 14).

Una vez más en la historia de la vida moderna, la legalidad se empeña en enfrentarse a los devenires de la vida espiritual de los hombres. En este caso, se trata del conservadurismo de la teología jurídica del autor.
Nos enfrentamos así a una transformación definitiva del estatuto de la obra cinematográfica ya presagiado desde hace un buen tiempo por la combulsionada vida de las artes plásticas desde las primeras vanguardias del siglo XX. En su libro Postproducción, Nicolas Bourriaud (Bourriaud, 2009) realiza el efuerzo por pensar la magnitud de la transformación ocasionada en el ámbito del arte por la aparición de internet y las nuevas redes sociales y de producción que ello entraña. Sirviéndonos de esto, intentaremos concentrarnos en el caso cinematográfico. En este sentido, las nuevas formas de sociabilidad que entraña la aparición de la red, arrastran consigo nuevas formas de la vida social del arte. Nueva función que, como hemos dicho, parte del presupuesto de la aniquilación del aura de la obra por efecto de su acercamiento en cuanto transmisible. Y esto, este acercamiento a domicilio, hace ahora de las obras, más que objetos de contemplación al modo de la obra en el museo, artículos de apropiación. La obra de arte almacenada en la red es un artículo apropiable por quien sepa dar con ella en el amplio escenario acumulativo online. Y, en la apropiación, a diferencia de la exhibición en físico, la obra se abre a una multiplicidad de usos y estrategias creativas.
Desde los primeros ready-made de Marcel Duchamp la apropiación irrumpió en el campo del arte como un acto creativo. La obra ya no es tanto el producto de una acción plástica productiva, sino, más bien, un apropiación de un objeto existente con anterioridad. No obstante, el ready-made sería sólo un presagio de lo que con la consolidación de las relaciones sociales en la web sería el pan de cada día del arte de las últimas dos décadas. Desde el arte pop hasta el uso de imágenes de archivo en el video-arte contemporáneo, el arte de nuestros días se entiende a sí mismo como un reciclador de formas ya existentes. Esto significa que a nivel general, tanto en las artes plásticas como en el campo de los archivos digitales de cualquier procedencia, se impone una nueva actitud en relación al patrimonio artístico e intelectual de las formas de expresión espiritual de los hombres. La obra en línea se ofrece como patrimonio de la humanidad, como dispuesta a apropiación y, por tanto, la metafísica de la originalidad cede. Todos estos usos diversos de apropiación “Atestiguan una voluntad de inscribir la obra de arte en el interior de una red de signos y de significaciones, en lugar de considerarla como una forma autóma u original” (Bourriaud, 2009, p. 13). El imaginario romántico en torno a la obra como el producto original de la genialidad subjetiva de aquel privilegiado de la naturaleza, como definiría Kant al genio, es rebocado por la nueva condición técnica del arte. El acto creativo, el uso de la obra, varios aspectos reformulados. Pero, entre ellos, hay uno que nos interesa: el relativo a la autoría.
Aunque son considerablemente escasos los ejemplos cinematográficos de apropiación directa de imágenes fílmicas del pasado en filmes actuales , la aglomeración exorbitante de obras a disposición de los usuarios de la red estimula la sensación de diálogo entre las películas, de silenciosa afectación histórica entre los autores y las experimentaciones fílmicas. De tal manera que se deja entrever que en cada obra fílmica palpita silenciosa la historia entrera del cine. Y no por un asunto de citación y referencias entre autores, sino por el influjo natural del pasado del arte sobre cada obra, incluso la de mayor ruptura. De alguna manera, la historia es la historia de las apropiaciones de los estilos y las estrategias estéticas. Sin embargo, es justo en las condiciones técnicas que ofrecen las tecnologías digitales que esto se hace particularmente patente. Las tecnologías digitales reformulan nuestra idea de lo que significa pensar y crear. Emerge entonces a la superficie, al menos como una sensación, lo falaz de la autoría excluyente y aislada del genio individual. Tenemos, por ejemplo, la cita que realiza Tsai Ming-Liang de Truffaut cuando nos deja ver una extensa secuencia de Los 400 Golpes como una apropiación en su largometraje Y aquí qué hora es? Pero, tal vez el ejemplo más significativo de esta actitud apropiativa del pasado en función de la producción de obra, se encuentre en Historias (s) del Cine de Jean-Luc Godard. Se trata de un ensayo fílmico en el que através de múltiples fragmentos de obras cinematográficas de la historia, Godard pone en diálogo, en una especie de polifonía, los films con su historia, que no es otra que la de los demás filmes de la historia. De tal suerte que cada obra, puesta en relación con gran parte del acumulado general del cine mundial, es expuesta como efecto de fuerzas colectivas actuantes. Fuerzas colectivas que no se reducen al staff de realización, sino que se remontan al pasado, a la historia. Cada película es el efecto del trabajo de la historia en general, en toda la heterogeneidad de su influyente herencia. Así, aunque resultan inconfundibles los estilos de Eric Rhomer, Abbas Kiarostami o Scorcesse, la puesta en diálogo godardiana nos obliga a ver la obra más allá de los límites de la autoría. Nos obliga a ver hacia atrás, hacia la historia, hacia el intelecto general que es la historia. De tal suerte que tras ese aparente punto fijo que es el autor, aparece la imagen fantasmal pero poderosa del pensamiento cinematográfico en toda su imponencia .
Ocurre entonces que por el propio soporte técnico-material del arte actual, los usos de las obras se encuentran fuera de control que parten del principio que las obras le pertenecen a todos, no son propiedad de nadie y la autoría se dice ahora en un sentido sumamente distinto a la figura poético jurídica del autor burgués.

La supremacía de las culturas de la apropiación y del reprocesamiento de las formasintroduce a una moral: las obras pertenecen a todo el mundo, parafraseando a Philipe Thomas. El arte contemporáneo tiende a abolir la propiedad de las formas, en todo caso perturba sus antiguas jurisprudencias ¿Nos dirigiríamos hacia una cultura que abandonaría el copyrigth en beneficio de una gestión del derecho de acceso a las obra, hacia una especie de esbozo del comunismo de las formas? (Bourriaud, 2009, p. 39).

La transformación material que significan las tecnologías digitales establece la base misma para el sabotage práctico de la autoría. Desde el especialista que descarga filmes con una finalidad cinéfila o pedagógica, hasta el espectador desprevenido que ve sólo fragmentos subidos a Youtube, o el pirata que se apropia de las imánegenes de la película para ofrecer su propio montaje o su propio fan-trailes, todos y cada uno es expresión de las condiciones materiales de su experiencia histórica de las imágenes: pirateo, sabotage, apropiación, collage. Ahora, cuando la obra sirve para usos heterogéneos más que opera como objeto de contemplación, la discusión debe ser asumida en todo su espesor. No sólo desde la perspectiva teórica, sino desde la praxis misma del derecho. En la era de la sobreabundancia de obra y de las estrategias de su consecusión, el dispositivo legal se ofrece torpe y anacrónico en relación a la forma histórica del arte y del pensamiento de la vida social de nuestras culturas tardo-modernas. Sólo cuando entendamos la magnitud de la transformación material que entrañan las tecnologías digitales y su puesta en relación en Internet veremos con desdén situaciones como a la que se vio expuesto Joel Tenembaum y lo veremos a él y a los muchos otros que a lo largo del mundo entero están corriendo su misma suerte, como mártires de un suplicio ocasionado por ceguera ante el presente material de nuestra existencia.

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