jueves, 21 de julio de 2011

EN TORNO AL PROBLEMA DE LA CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

Por Juan David Cárdenas.
La crítica como problema
La crítica cinematográfica es un problema. Desde su base es problemática debido a su naturaleza incierta e inestable. De los críticos y de la crítica se dicen muchas cosas encontradas. Se piensa que el crítico de cine es un director frustrado que nunca desarrolló las habilidades suficientes para realizar su obra y de esta frustración extrae su resentimiento. Se dice también que cualquiera puede hablar de cine, pues es un arte, que a diferencia de las artes plásticas contemporáneas, habla directamente de la vida en un lenguaje sumamente próximo a nuestra percepción ordinaria. Así, se supone que entre el formalismo endogámico de las artes plásticas y el realismo de la narrativa del cine de ficción, sólo hay una coincidencia nominal en tanto que artes. También se piensa, que la función del crítico de cine se orienta fundamentalmente a una suerte de consejería a propósito de las películas en cartelera. No obstante, parece ser que esta situación problemática a la que se enfrenta la crítica cinematográfica no ocurre con otras formas de crítica de las artes visuales. Al crítico de artes plásticas se le reconoce una cierta experticia y erudición en relación a su objeto y a las formas específicas de la pintura, el performance o la instalación. Por el contrario, en torno al cine existe la idea de que cualquiera puede tener una opinión inmediata o intuitiva y que con ello basta para que ésta sea, a lo sumo digna de atención. Estos equívocos se deben fundamentalmente al carácter masivo del cine, a que éste es el arte popular del siglo XX. De esta forma, cada quien está llamado a opinar. Parece haber una proximidad entre el cine y la vida tal que hace que cada quien esté en condición de ser un crítico desde su propia opinión.
Sin embargo, la crítica es justamente la superación de la opinión. O mejor, así como el peor enemigo del arte es el cliché –claro, salvo en casos excepcionales en que el cliché se vuelve materia prima y objeto de la obra, como en el arte pop o en cierto cine de Almodovar-, la mayor negación de la crítica, de la crítica en serio, de aquella que asume el reto de pensar la obras, de recorrerlas y de tensar sus nervios, es la opinión. Intentaremos ver en este breve artículo cuáles puntos coyunturales nos permiten distinguir la crítica de la opinión, para así, luego, intentar rastrear cuáles son los presupuestos de base que entraña la confusión entre el simple juicio de valor en la opinión y la crítica en sentido estricto. Es decir, respetaremos y trataremos de traer al campo de la crítica cinematográfica la proclama platónica que no cesa de insistir en el antagonismo entre la opinión y el pensamiento, entre la doxa y la episteme.

La crítica como opinión
Hay una primer tipo de aproximación a la obra cinematográfica que sólo en un sentido muy pueril puede ser considerado como crítica. Se trata del juicio de valor: “esto me gustó, aquello no”, “esta película es buena, la otra no tanto”. Para emitir un juicio de esta naturaleza no hay que ser un erudito, ni siquiera un gran cinéfilo. Basta con haber atendido con un mínimo de entrega al filme. El vecino, el policía, el periodista, están acostumbrados a emitir este tipo de juicios. Se trata de opiniones personales incontrastables. Al modo de quien prefiere una receta sobre otra, u color sobre los demás, no hay forma sensata de rebatir una opinión de tal naturaleza, pues ella se resguarda en lo aleatorio de los gustos personales y sus intermitencias. Ya la modernidad estética se embotó lo suficiente en discusiones en torno a la regla universal del gusto subjetivo para caer en relativismos inoficiosos o en esquematismos castrantes . Si tomamos la opinión personal como medida de la calidad de la obra terminamos por renunciar, de entrada, a la posibilidad de una crítica cuidadosa en nombre del relativismo de la opinión personal. A este primer tipo de aproximación a la obra Alain Badiou lo denomina El juicio indistinto. “Concierne al indispensable intercambio de opiniones que, a partir de la consideración de cómo está el tiempo, suele centrarse en los momentos agradables y precarios que la vida promete o sustrae” . Sobre este tipo de juicio no hay conmensurabilidad, no sólo entre las opiniones subjetivas, sino entre los estados mismos de cada subjetividad. Es la pura aleatoriedad y por tanto, al nivel de la crítica, la irrelevancia. En breve, la opinión personal carece de memoria pues carece del rigor del pensamiento, es pura espontaneidad y como tal se hace incontestable.

La crítica y el estilo autoral
Podemos hablar de una segunda manera de referirnos a los filmes. Siguiendo de nuevo a Badiou, se trata de una respuesta de rechazo a lo circunstancial de la opinión. Este nuevo tipo de juicio trata de ubicar a la obra cinematográfica dentro del devenir de una estilística autoral. De este modo, se lee tal o cual filme a la luz de la trayectoria de su autor y del flujo de sus influencias. Así, cada obra está cargada de referencias externas que sólo el cinéfilo reconoce. Ya no se trata de la opinión del hombre cualquiera de la calle, sino del elaborado discurso de aquel que ha visto mucho cine con dedicación, de aquel que conoce a los autores y sus trayectorias, de aquel que se conoce las fichas técnicas de las películas. Sin embargo, a este tipo de valoración le podemos reclamar que atiende más a categorías estilísticas externas a la obra que a los filmes en su singularidad. Atiende menos a la obra que a caracterizaciones genéricas de una trayectoria autoral. “La experiencia demuestra que salva menos los filmes que los nombres propios de los autores, menos el arte del cine que algunos elementos dispersos de las estilísticas” . En este sentido, el crítico termina exhibiendo en cada caso la generalidad de una estilística bajo el nombre propio de un autor y, en consecuencia, termina por desatender lo singular de cada obra, lo irrepetible de cada idea audiovisual en su especificidad. En suma, se trata del sometimiento de las obras cinematográficas a la generalidad de ese objeto de culto moderno que es el autor. Podríamos decir, siguiendo a Foucault, que esta función autoral ha venido fortaleciéndose desde la naciente modernidad para encontrar su expresión más acabada dentro de la teología del arte romántico. Esto, lejos de ser una actitud pretérita, hoy en los ámbitos académicos de la crítica cinematográfica conserva pleno vigor. Michel Foucault lo aclara bastante bien:

a todos aquello relatos, a todos aquellos poemas, a todos aquellos dramas o comedias que se dejaban circular durante la Edad Media en un anonimato al menos relativo, he aquí que ahora, se les pide (y se les exige que digan) de dónde proceden, quién los ha escrito; se les pide que el autor rinda cuenta de la unidad del texto que antepone a su nombre; se le pide que revele, o al menos que manifieste ante él, el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule con su vida personal y con sus experiencias vividas, con la historia real que lo vio nacer. El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficción sus unidades, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real .

Finalmente, este tratamiento se hunde en la formulación abstracta de categorías estilísticas autorales que operan como el recipiente genérico que da horma a la materia bruta e indistinta de las obras cinematográficas. Llegamos así a describir al cine como a una listado de estilísticas, de escuelas y tendencias personales dentro de las cuales se enmarcan las singularidades poéticas cinematográficas. Esto, al modo de un entramado a priori en el que cada línea de exploración habrá de encontrar su casilla en el cuadro de los nombres propios. Acá el neorrealismo, allí el cine independiente americano, acá la estilística de Kubrick y más allá la de Kurosawa. Es como una especie de constatación de la coincidencia de los filmes con lo que de ellos de antemano se supone. Pero afortunadamente para el cine no es tan sencillo. El arte cinematográfico no se deja reducir a una cuadrícula en la que las escuelas y tendencias encajan armónicas unas con otras como las fichas de un dócil rompecabezas. Por el contrario, las obras más interesantes son aquellas que abren zonas grises en las que las categorías a priori se hacen insuficientes y el ojo titubea. Obras en las que el cine mismo se enfrenta a sus propios límites, en las que el cine se confunde con las otras artes o se excede a sí mismo en exploraciones estéticas originales. Es decir, las obras son singularidades inabarcables por la abstracción genérica de categorías estilísticas o autorales preexistentes que determinan el ser y el deber ser de las obras.

La crítica como interpretación
Continuando con nuestra tipología de las comprensiones usuales de la crítica cinematográfica, encontramos una tercera manera de referirse al cine, una más sofisticada, pero igualmente insatisfactoria. Nos referimos a aquella tendencia que suele considerar que la labor del crítico consiste en interpretar el contenido las obras cinematográficas. La labor del crítico radica así en el desciframiento del mensaje tras las formas, en el desocultamiento del contenido escondido tras la apariencia. A este respecto la posición de Susan Sontag resulta sumamente pertinente. Para ella, la suposición de un contenido escondido tras el cortinaje de la forma supone la venganza del intelecto contra el arte. Esta estrategia es la respuesta que dio la tradición de occidente al arte como un ámbito en falta en relación al pensamiento científico, teológico y filosófico. La obra necesita ser interpretada como contenido para que el pensamiento logre justificar la insustancialidad de las apariencias como forma. Debido a esta jerarquía que eleva al contenido por encima de la forma, la interpretación encuentra su poder de reducción de la obra a un mero mensaje más allá de la singularidad de sus ofrecimientos sensuales. La ensayista norteamericana lo formula así: “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte” . Se trata de un filisteísmo que desprecia la obra tras el argumento de su exaltación. La sensualidad de una obra, su enigmática presencia plagada de detalles y tornasoles, es enfrentada con mediocridad por aquel que busca interpretarla ¿Qué dice tal filme?¿Cuál es su contenido? ¿Qué quiso decir el artista? Todas estas son maneras toscas de abordar la obra y eficaces de empobrecerla.

Siempre sucede que interpretaciones de este tipo indican insatisfacción (conciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa. La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en un artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías .

La interpretación da por supuesta una naturaleza de las obras fílmicas según una jerarquía del intelecto sobre la sensibilidad, del contenido sobre la forma y por ello, en el instante mismo en que se esfuerza por dignificar la obra, la menoscaba en una agresividad declarada. Basta con tener en cuenta el infortunio que sufren alguna películas en manos de intérpretes implacables. Para ellos, toda imagen es metáfora de un contenido, la imagen y el sonido son símbolos de un discurso encubierto. De ahí que obras problemáticas como la de Antonioni, enigmáticas como la de José Luís Guerín o profundamente audiovisuales como las de Philippe Grandrieux o Jacques Tati resulten tan esquivas a los ojos y a la pluma del intérprete. Por ejemplo, la difundida posición entre los críticos que aseguran que la obra de Antonioni trata el problema de la incomunicabilidad del burgués. Nada más ciego a la magnitud poética de los personajes sombríos y a la dramaturgia agónica del director italiano. En este tipo de películas la imagen se emancipa como imagen, el sonido suena más allá de significar, la luz irradia más allá de representar. Es decir, en estos casos la imagen se libera del yugo de la significación sin que por ello pierda su dignidad plástica. Por el contrario, en ello radica su genio artístico . La interpretación encuentra su límite justamente allí, donde la experiencia estética se alza. La interpretación se detiene donde la obra vibra para estremecernos con agitación. Agitación por la que la obra se autojustifica. La obra nos hace ver algo, experimentar algo más que significarlo. “La obra de arte está para hacernos ver o aprender algo singular, no para juzgar o generalizar. Este acto de aprehensión es el único fin válido, y la única justificación suficiente, de la obra de arte” . Justamente en la sensualidad de la imagen que atrapa a los sentidos, de la luz que intermitente estremece la retina, en las figuras que se mecen frente al ojo, justamente allí, la obra encuentra su espacio singular en cuanto arte. Nuestro sobresaturado deseo de Logos nos hace invisible el poder mágico de una imagen y por ello nos arrastra a la vengativa acción interpretativa que, lejos de expresar nuestra sensibilidad frente a la obra, hace patente nuestra heredada y muy profunda ceguera. En este sentido, el crítico que interpreta nos impide ver la imagen por hacernos obedecer la significación. Él reemplaza la magia por la metáfora, lo que es, asesina la singularidad de lo que es percibido en virtud de la generalidad de lo que desde siempre ha sido dicho. De ahí que resulte tan familiar a este tipo de críticos la práctica por la cual cada filme se diluye siempre en tal o cual relato mítico milenario. Relato que contiene, según ellos, el contenido último y prístino de las significaciones más profundas de las que es capaz el arte.

Contra la crítica como juicio
A pesar de la diferencia entre las tres modalidades expuestas arriba, hay algo en común que las recoge bajo una generalidad. En todas ellas el crítico se ubica ante la obra cinematográfica como el juez frente al sindicado en un juicio. Todas ellas comportan la suposición de un juicio. El hombre de la opinión juzga “bueno o malo” en función de lo volátil de su gusto. Juzga de acuerdo con la inconsecuencia de sus estados de ánimo. Está también el erudito cinéfilo que, como el perito, juzga la obra en función de su adhesión a las categorías estilísticas de las escuelas y los nombres propios, de tal forma que se pregunta si en sentido propio Fellini es un neorrealista o un rezago del neorrealismo, se inquieta por verificar si Lars von Trier aún se adhiere al decálogo dogma 95 o a una cinematografía más comercial, si tal o cual filme respeta el modelo clásico del Western o se inclina más por la forma híbrida del Western Spaghetti. Él opera como un juez que evalúa y verifica la suscripción de las obras a las escuelas, a las estilísticas y a las formas autorales. Así, satisface su voluntad de clasificación dentro del cuadro sobre el que distribuye organizadamente los filmes al modo en que se clasifican los libros de una biblioteca estatal. Finalmente está el intérprete. Aquel que somete el filme al juicio de la significación, que lo arroja a la pesquisa del verdadero significado. Mientras la crítica siga sujeta a esta figura, la sensibilidad no dejará de estar vigilada por el tribunal de la razón. En el momento que se considera que el quid de la obra radica en la verdad del contenido significante que en ella se esconde, se subordina toda experiencia estética a la actividad reconciliadora del significado que engloba la obra en una totalidad. En esta medida, la obra no entraña un enigma que incita al pensamiento y a la sensibilidad, sino que se ofrece como un objeto pasivo que pide ser juzgado en función de su sometimiento a manos de un lenguaje extraño, del leguaje externo de la interpretación que lo traduce como signo pasivo. De esta forma, la crítica se realiza como un ejercicio de poder, del poder de la totalidad significante que juzga, somete e incorpora a la sensualidad del detalle. Ejercicio de intimidación y reducción: “la película se trata de… y de lo contrario no entendiste”. Así, por debajo se proclama: “hay que entender y someter la sensibilidad bajo el ojo inquisidor de la significación, a la forma bajo el juicio del contenido, al arte bajo la vigilancia de la ciencia”. El significado no está para ser entendido, sino para ser respetado y obedecido.
El malestar de Roland Barthes con la crítica literaria de su época traduce de manera sumamente clara nuestra inconformidad general:

Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, sólo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera “crítica” de las instituciones y de los lenguajes no consiste en “juzgarlos”, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Lo que hoy reprochan a la nueva crítica no es tanto el ser “nueva”: es el ser plenamente una “crítica”, es el redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar mediante ello al orden de los lenguajes .

Así, bajo cualquiera de estas tres formas del juicio: juicio del gusto, del estilo autoral y del significado, la obra jamás dejará de ser dócil y nosotros insensibles ¿Y entonces qué hacer?

La crítica como videncia
Tras nuestro recorrido, surge la pregunta ¿Y entonces qué tipo de crítica valoraría al cine en la plenitud de sus posibilidades? ¿Cómo alcanzar una nueva crítica por encima de la forma del juicio en su triple presentación? No se trata de negar ahora que la obra despierta en nosotros juicios de gusto o disgusto, ni que sea importante clasificarlas según rasgos históricos genéricos. Mucho menos estamos afirmando que cada filme sea inefable e insignificante y ante él sólo pueda actuar el silencio. Nada de eso. Sin embargo, no por ello la labor del crítico tiene que ver con estas actividades clasificatorias o de peritaje. La eficacia de la crítica se alcanza en el poder de la palabra en relación con la imagen, pero no como interpretación o clasificación, sino como videncia. El crítico es aquel que atendiendo a la singularidad material y formal de la obra, al encuadre, a la economía del tiempo y del espacio, a la forma narrativa del relato o anti-narrativa del montaje, se hace sensible a las posibilidades de afectación y estimulación de la que es capaz una película. Él, como Tiresias en la mitología griega, atiende la obra, como a los dioses, respetando el lenguaje que propone para hacernos ver lo que el ojo ordinario no capta. Tiresias es ciego y no obstante ve más que cualquier mortal, pues tiene la paciencia para hacerse sensible y sensibilizar a los demás. No se trata entonces de aleccionar sobre la verdad o el significado de la obra, se trata más bien de llamar la atención sobre la forma, sobre las decisiones estéticas que determinan a una obra. Sontag lo formula así:

Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. Lo que se necesita es un vocabulario –un vocabulario, más que prescriptivo, descriptivo- de las formas. La mejor crítica y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma .

Así, la videncia a la que nos referimos es videncia formal, matérica. No es que el arte carezca de profundidad, sino que las cuestiones de contenido se disuelven como forma y despuntan en ella. Esto es, el crítico como vidente es aquel que observa antes que juzga, es aquel que desarrolla una sensibilidad plástica tal que capta la imagen como imagen, logra referirse a ella como tal y no como metáfora o representación. Para él, la obra no representa un significado, sino que presenta un experiencia en la forma. Él ve en la forma y hace ver en la palabra. De tal suerte que, así como disuelve las consideraciones de contenido y significación en consideraciones formales, logra, en un mismo movimiento, disolver su actividad como vidente en la actividad poética de la obra. Es decir, el crítico revivifica nuestra sensibilidad desde la obra en la palabra. Como Andrè Bazin o Serge Daney, nos hace ver las virtualidades de la obra que no captábamos y que sólo sus palabras podrían animar. En esta medida, el crítico vidente está en la obra y a la vez más allá de ella. El crítico vidente continúa la labor poética del director de cine, pero no porque produzca imágenes, sino porque a través de la palabra le insufla nueva vida a la imagen. En esta medida, el impulso poético de la obra es continuado en la crítica. La obra se prolonga como experiencia en este tipo de crítica proyectándose hacia sus potenciales devenires. En la palabra de sus críticas, la actualidad de la obra se proyecta como porvenir del pensamiento. En breve, el crítico vidente lleva al filme hacia sus devenires aumentando las dimensiones de la obra que siendo la misma ahora es otra. Él no interpreta, él hace visible y, en consecuencia, acrecienta la obra como forma, como imagen-sonido. Por tanto, intensifica la obra como fuente de experiencia. Hacer visible significa así, renovar la obra desde ella misma. El vidente es un creador, un continuador de la obra desde ella misma y siempre desde ella. Él entiende perfectamente la consigna godardiana: “de lo que se trata no es de dónde tomas las cosas, sino hasta dónde las llevas”.

Así, la crítica no insiste en la identidad significante de la obra. Ahora, la crítica es lo que lleva al filme siempre hacia delante.

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